Bajo el techo que se desmorona (fragmento)Goran Petrovic
Bajo el techo que se desmorona (fragmento)

"Y eso sería todo. Una treintena de visitantes. En total. Sin contar a aquellos que entraban por diez minutos…
Como Tsale, que transportaba cosas voluminosas en una carretilla, y entraba al Sutjeska sólo para refugiarse de la lluvia o para descansar los pies hinchados.
O como las cocineras de la cercana cocina del Hotel Jugoslavija, anterior a la Segunda Guerra Mundial, cuya planta baja fue convertida en un restaurante de autoservicio. Solían llegar aquí bajo el amparo del crepúsculo, durante las pausas entre los preparativos de cenas, mientras algo hervía, se estofaba o se cocía a fuego lento. Entraban con sus delantales y cubrecabezas blancos, de dos en dos, o de tres en tres, y bajo aquella luz sofocada uno habría pensado que en el Sutjeska entraron de paso unas enfermeras, directamente del ejercicio anual de demostración de primeros auxilios en caso de un ataque aéreo de agresores. Realmente lo habría pensado si las eternamente cansadas mujeres no hubieran olido a judías con codillos de cerdo, al excelente compuesto de col, a la cebolla rehogada a fuego lento hasta adquirir el color ámbar para el revoltijo serbio, al estofado de pollo, al cocido de los pobres…; quién seguiría enumerando todas esas delicias…
Pero ellas no contaban, no eran el público permanente. Ellas se quedaban ahí a lo sumo un cuarto de hora, llorando ante una tierna escena romántica… A saber, se creía que Svabic las informaba de la hora de ese tipo de escenas «culminantes», porque de qué otra manera hubieran podido atinar el minuto en el que debían llegar. Y se creía que Svabic las informaba de la hora de las «mejores» partes de las películas con el propósito de intercambiar bienes, porque, cada vez que algo se terminaba en la cocina, ellas le pasaban los frascos vacíos ya lavados —de pepinillos, remolacha, compotas, mermeladas y cosas parecidas— tan necesarios para la ordenada clasificación de las tomas para la obra de su vida. De cualquier modo, las cocineras se sentaban allí como mucho por un cuarto de hora, lloraban ante una tierna escena romántica, y luego una de ellas se secaba las lágrimas vanas con un trapo de cocina blanco, y agregaba con pánico: —¡Mujeres, basta de llorar! Volvamos al trabajo. No somos unas ociosas, debemos trabajar… ¡Se quemará la comida! ¿Quién la va a comer después…? ¡Levantémonos!
Y en la misma salida, solían darle las gracias al viejo acomodador Simonovic, a quien invitaban siempre a devolverles la visita: —Venga con toda libertad. Estamos a tan sólo unos pasos de aquí. Venga incluso esta misma noche, al final del turno. Haremos un banquete. Si le gusta, preparemos un hojaldre relleno, para chuparse los dedos. "



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