Una juventud difícil (fragmento) "Mi marido, que entonces tenía veintitrés años, se había ido antes que nosotras a las montañas para prepararlo todo, según dijo vagamente. Era un muchacho del campo, y el campo no tenía secretos para él. Así que, a mis diecinueve años, llegué un día con mi nena a Paintsville, Kentucky, la última avanzada antes de las montañas. Mi marido había organizado las cosas, de modo que salió a recibirnos un muchacho de mi misma edad, con una carreta abierta, llena de paja, y arrastrada por cuatro mulas. Era un tormentoso día de febrero. Viajamos bajo el viento, la nieve, el granizo y la lluvia, y sin un techo sobre nuestras cabezas, durante dos días y noches, mientras yo, armada con un paraguas, trataba de proteger al menos a la nena. Cuando nos refugiábamos para dormir algunas horas, siempre era en un granero, o en una antigua cabaña de troncos abandonada. Y en torno a nosotros se extendía aquella blancura, y aquella negrura, de las solitarias montañas, en las que sólo tropezábamos de vez en cuando con un fantasmal pueblecito en el que comprar pan y mantequilla y algo de carne. Los caminos eran sólo senderos de mulas, llenos de baches de dos y tres metros en los que la sucia carreta se hundía con regularidad. Las cuatro mulas luchaban por sacarnos de allí. A veces mi «chófer» tenía que bajar y cavar en el fango, para liberar las ruedas de madera. No sabía leer ni escribir. Pero era un caballero cortés y varonil, rebosante de amabilidad y delicadeza. Conocía la tierra y su sabiduría, y sabía que yo lo ignoraba todo. Cantaba baladas para consolar a la niña, mojada y llorosa, y, durante la peor de las tormentas, halló un refugio para nosotras. ¡Querido Donnie! Le recuerdo muy bien, y con pena, pues sólo cuatro meses más tarde lo mató de una coz una mula salvaje. Donnie nos cubría con viejas mantas. Encendía fuego cerca de los bosques y cazaba conejos para nosotros, y me enseñó a pelarlos, limpiarlos y asarlos sobre el fuego. Me enseñó a hacer pan de maíz. A veces entraba en los campos y traía patatas y zanahorias, y entonces hacíamos un magnífico puchero. Donnie decía la oración, con aire grave, antes de todas nuestras comidas, allí, bajo la tormenta invernal, y por primera vez conocí realmente la grandeza de la religión y la sentí muy cerca. Dios no estaba confinado en las iglesias. Era omnipresente. Estaba junto a nuestra empapada carreta en las montañas. Estaba junto a nosotros cuando dormíamos. Yo sólo había sabido aquello de un modo académico, en mi corta vida. Donnie tenía las clásicas tres cazuelas de hierro características de los montañeses, las primeras que yo había visto. Cocinaba unos platos deliciosos. Tenía ojos azules, y un brillante cabello dorado, y un rostro fuerte y masculino, lleno de ternura. Era todo tierra y verdad. Hablaba de Dios como se habla del padre más amable, gravemente, y con orgullo y respeto. Nada le irritaba, ni le enojaba. Se movía con confianza y seguridad. " epdlp.com |