El fervoroso idiota (fragmento)Julio Llinás
El fervoroso idiota (fragmento)

"Usted se llena la boca con Rimbaud y con sus crípticas frases, podría decírseme tal vez. ¿Qué importancia han de tener las expresiones de un adolescente de fines del siglo XIX? Bueno, diría yo probablemente, han de tener la importancia que se le acuerde al genio, al mediador de Novalis, la importancia que uno o más hombres, iluminados por sus destellos, engrandecidos por su significado poético, devorados por parecida pasión y rebeldía, logren dar a esas palabras, mágicas o no, sagradas o no, según quien las reciba e incube.
Otras palabras ha habido ciertamente, pronunciadas por un neurótico y rebelde joven judío, que trastrocaron el mundo de la Antigüedad. Y ello no ha sido tal vez por la futura entidad —ignorada por entonces— de quien las pronunciaba, sino por la amalgama subversiva producida entre la palabra y su destinatario.
El verbo crece sobre la faz de la Tierra, a pesar de la contaminación del hombre y sus infames designios. En el verbo está la salvación.
Pero no hay verbo sin hombre. Y el verbo está en aquello que no entiende el hombre, desde su escala ideológica, desde los mecanismos de su estructura intelectual. El verbo está en lo que el hombre rechaza e ignora, en lo que teme, en realidad, en lo desconocido.
El individuo social se va forjando modas gatopardistas que son abrazadas con entusiasmo por la grey, escandalosas cuestiones de conducta, aparentes rebeldías del cuerpo, se diría, más que de la mente. ¿Qué verdadera rebeldía puede excluir a la mente?
Desde luego, están los profetas de la conformidad, de la aceptación, de la vista gorda, del mejor de los mundos posibles, del manoseo de Dios y la familia. Son ellos los responsables de la náusea, del cinismo y de la infamia en que vivimos, cobardes sin remedio.
Lo verdaderamente despiadado es que es ese hombre social el que ha acuñado los mismos conceptos morales que transgrede minuto a minuto, en una suerte de holocausto sin gloria de sí mismo. Ha establecido una ética para el prójimo, de cuyos compromisos él, en tanto que individuo, parece estar exento. Luego, lo estarán sus hijos, sus parientes, sus amigos. Y sus acongojados deudos repetirán las trampas de su condición y él se marchará hacia el cielo —indiscutiblemente—, y todos tan contentos.
Era más que evidente para mí que esas cuestiones de reparo frente al otro, lo eran también frente a mí mismo y que estaban extremadamente agudizadas por el manto de pánico con que me cubría mi nueva posición dentro de la estructura social. Hasta entonces, yo me libraba, en virtud de fáciles piruetas ante el espejo de mis paradojas y mediante cierto tono de joven bohemio y contestatario, de confrontar mi realidad con el entorno. Era bastante sencillo, he de decirlo, y hasta ominosamente elitista. Me bastaba con experimentar mis propias objeciones y rechazos.
Pero ahora, trataba diariamente con los señores Velasdías y Báez y Babiecco, y comía con ellos, y me sentaba frente al bloc del ingeniero Dusseldorf, y era preciso que emitiera opiniones desde dentro del pastel, como una pasa de uva más y no como la mosca que se posa alegremente y vuela.
Por estragados que estuvieran sus cerebros, eran personas con vida, con cierto tipo de vida, con apetitos materiales aparentemente razonables, y vanidades humanas e impenetrables corazas de desgana, que intervenían en mi ánimo y me hacían miserable. "



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