Tren a Pakistán (fragmento)Khushwant Singh
Tren a Pakistán (fragmento)

"En cierta medida, se sentía responsable del insulto al imán Baksh. La gente estaba perdiendo la paciencia. —O lambardara, ¿por qué no nos dices algo? ¿Cuál es ese secreto tan grande que llevas contigo? Te has vuelto alguien muy importante, eso pareces creer, y ya no tienes necesidad de hablar con nosotros —dijo Meet Singh, enfadado. —No, bhai, no. Si supiera algo, ¿por qué no iba a decírtelo? Habláis como niños. ¿Cómo voy a discutir con soldados y policías? No me han contado nada. ¿No habéis visto cómo le hablaba esa picha de cerdo a chacha? Cada uno tiene su dignidad en sus manos. ¿Por qué iba a dejar que me quitara el turbante y me insultara? El imán Baksh agradeció el gesto gentilmente. —El lambardar tiene razón. Si alguien te ladra cuando le hablas, más vale quedarse callado. Volvamos todos a casa. Podréis ver lo que hacen desde la azotea. Los aldeanos se dispersaron y subieron a sus azoteas, desde donde se veían los camiones en el campamento que se levantaba cerca de la estación. Arrancaron y se dirigieron al este siguiendo la vía del tren hasta que dejaron atrás el semáforo; dieron un volantazo a la izquierda y, entre sacudidas, cruzaron la vía del tren. Luego volvieron a girar a la izquierda, avanzaron hacia la estación por el otro lado de la vía y desaparecieron detrás del tren. Los habitantes de la aldea pasaron la tarde entera en la azotea, preguntándose a gritos si alguien había visto algo. Con todo aquel revuelo se habían olvidado de preparar la comida. Las madres les dieron de comer a sus hijos las sobras pasadas del día anterior; no habían tenido tiempo de encender el fuego. Los hombres no le dieron forraje al ganado y, ya por la tarde, se olvidaron de ordeñar las vacas. Cuando el sol ya estaba bajo los arcos del puente, todos cayeron en la cuenta de que habían descuidado sus obligaciones diarias. No tardaría en oscurecer y los niños empezarían a pedir su comida a gritos, pero las mujeres seguían con los ojos pegados a la estación. Las vacas y los búfalos mugían en el establo, pero los hombres seguían en las azoteas con la mirada fija hacia la estación. Todos esperaban que pasara algo. El sol se puso detrás del puente, iluminando las nubes blancas que habían aparecido en el cielo con tonos rojizos, cobrizos y anaranjados. Luego, a medida que la tarde daba paso al crepúsculo y el crepúsculo cedía ante la oscuridad, en el resplandor fueron mezclándose sombras grises. La estación se convirtió en un muro negro. Con aire cansino, los hombres y las mujeres fueron volviendo a sus patios haciéndoles señas a sus vecinos para que los imitaran: no querían ser los únicos en perderse algo. Al norte, el horizonte, que se había vuelto gris azulado, volvía a teñirse de naranja. El naranja se convirtió en cobrizo y luego en un rojizo luminoso. Rojas lenguas de fuego lamían el cielo negro. Se levantó una suave brisa que soplaba hacia la aldea, llevando el olor de queroseno quemado, primero, y de madera quemada, después. Y luego, un tenue olor acre a carne chamuscada. En la aldea se hizo un silencio sepulcral. Nadie le preguntaba a nadie a qué olía. Todos lo sabían. Lo habían sabido desde el principio. La respuesta, implícita en el hecho de que el tren llegara de Pakistán. Esa tarde fue la primera, desde que en Mano Majra tenían memoria, en que el sonoro grito del imán Baksh no se elevó a los cielos para proclamar la gloria de Dios.
Los sucesos del día proyectaron sobre la casa de descanso su lúgubre sombra. El señor Hukum Chand llevaba el día fuera, desde la mañana. A mediodía, cuando el ordenanza llegó de la estación para llevarle un termo de té y unos sándwiches, les contó la noticia del tren al mozo y al barrendero. Por la tarde, los sirvientes y sus familias vieron las llamas elevándose sobre la fila de árboles. El fuego tiñó de un resplandor ambarino y melancólico las paredes caqui del bungalow. Las actividades de la jornada habían agotado a Hukum Chand. Su fatiga no era física. Al principio, la visión de tantos muertos lo dejó frío, aturdido. Al cabo de un par de horas, tenía todos los sentimientos adormecidos y veía cómo arrastraban los cadáveres de hombres, mujeres y niños con el mismo interés que si hubieran sido baúles o ropa de cama. Pero por la noche le sobrevino la tristeza y empezó a tenerse lástima. Cuando se bajó del coche tenía un aspecto cansado y demacrado. El mozo, el barrendero y sus familias estaban en la azotea contemplando las llamas. Tuvo que esperar a que bajaran a abrirle las puertas. No tenía el baño preparado. Hukum Chand se sintió abandonado y deprimido. "



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