La colina de los sueños (fragmento)Arthur Machen
La colina de los sueños (fragmento)

"A lo largo de la semana, Lucian volvió a visitar Caermaen. Quería ver más detenidamente el anfiteatro, tomar notas sobre la situación exacta de las antiguas murallas, observar el valle desde determinados lugares del pueblo, grabar detalladamente en su memoria la elevación de las colinas que rodeaban la ciudad, y el oscuro tapiz del bosque que las escalaba. Y se demoró en el museo donde se almacenaban los vestigios de la ocupación romana; le interesaban los fragmentos de mosaico, las brillantes copas de oro, las curiosas cuentas de vidrio fundido y coloreado, el ámbar tallado, los pomos de esencias que aún conservaban el recuerdo de sus olores untuosos, los collares, los broches, las horquillas de oro y plata, y demás objetos íntimos que en otro tiempo pertenecieron a damas romanas. Uno de estos frascos de vidrio, enterrado en la tierra húmeda durante cientos de años, había guardado en su oscura sepultura todo el esplendor de la luz, y ahora brillaba como un ópalo, con un encanto lunar y los destellos oro y verde pálido del ocaso y el púrpura imperial. Luego estaban las ánforas de arcilla roja, las estelas funerarias y las cabezas de dioses rotos, con fragmentos de objetos misteriosos utilizados en los ritos secretos de Mitra. Lucian leyó en las etiquetas dónde habían sido hallados todos estos restos; en el cementerio, bajo la verde alfombra del prado, y en el antiguo lugar de enterramiento cercano al bosque; siempre que podía visitaba yacimientos de los hallazgos, e imaginaba la prolongada oscuridad que había guardado el oro y la piedra y el ámbar. Juzgó necesarias todas estas investigaciones para el proyecto que tenía pensado, así que durante un tiempo se convirtió en una figura familiar en las calles desiertas y empolvadas y en los prados próximos al río. Sus continuas visitas a Caermaen se convirtieron en un tortuoso enigma para sus habitantes, que corrían a la ventana al oír el ruido de sus pasos en la calzada desigual. No sabían qué pensar: sus motivos para bajar tres veces a la semana eran sin duda inconfesables, aunque no lograban descubrirlos. Y Lucian, por su parte, se sintió bastante desconcertado, al principio, ante los ocasionales encuentros con distintos miembros de las tribus Gervase o Dixon o Colley: a menudo se veía obligado a pararse, a intercambiar algunas frases convencionales; y estos encuentros, aunque casuales, le molestaban y le perturbaban. Ya no le enfurecían ni herían las burlas o el despreció o las risas escandalosas de los jóvenes cuando se cruzaban con él (llevaba un sombrero horroroso y una ropa terriblemente desastrada), sino que tales incidentes le eran desagradables como los olores de una alcantarilla, y le bloqueaban momentáneamente la extraña maquinaria de sus pensamientos. Luego, le había indignado el asunto de los chicos con el perrito: la repugnancia por aquella acción había roto todas sus fantasías. Había leído libros sobre el moderno ocultismo, y recordaba algunos de los experimentos que describían. El iniciado, se afirmaba, era capaz de transferir el sentido de la conciencia del cerebro al pie o a la mano, de aniquilar el mundo de su alrededor y penetrar en otra esfera. Lucian se preguntaba si no podría realizar él esta operación en beneficio propio. Los seres humanos andaban siempre perturbándole y cruzándose en su camino; ¿no sería posible aniquilar al género humano, o reducirlo a formas insignificantes? Se le ocurrió un procedimiento, una operación en parte mental y en parte física; y, tras dos o tres ensayos, comprobó, para su asombro y placer, que daba resultado. Así, pensó, había descubierto uno de los secretos de la verdadera magia: ésta era la clave de las transmutaciones simbólicas de los cuentos orientales. El iniciado podía convertir efectivamente a quienes eran nocivos para él en formas inocuas e insignificantes, no, como en los relatos antiguos, transformando al enemigo, sino transformándose él mismo. "


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