La feria del asilo (fragmento)John Updike
La feria del asilo (fragmento)

"La cálida sensación de cobijo que da un porche de barandilla salpicada por la lluvia no bastó para compensar la decepción que Buddy había causado a Conner, con quien había coincidido en condiciones antagónicas, y volvió a convencerse de que el destino de los hombres como él seguía consistiendo en encontrarse, excepto en los centros de administración, solos. Llovía a cántaros, aunque muy de vez en cuando una ráfaga de viento hacía que parte del agua se desplazara oblicuamente y golpeara la barandilla del porche provocando una pulverización tan fina, que lo que rebotaba contra la pared humedeciendo las amarillentas tablas, haciendo brillar la superficie de los tableros de damas y dando un tinte vainilla más oscuro a las sillas de mimbre no era tanto una neblina, como un aroma. El aire se hizo blanco y la horcadura de un relámpago se abrió sobre los lejanos huertos poniendo súbitamente de relieve cada uno de los esféricos árboles. Segundos después llegó el estampido. Las nubes formaban arriba un segundo continente, con su propio horizonte; una franja de plata vieja se extendía entre los perfiles casi tangenciales de las colinas y las nubes más lejanas. Una vez más, un relámpago abrió una grieta en el cielo, y el trueno le siguió más cerca. En el prado que se abría ante Conner, la única señal de la celebración de aquella jornada eran las mesas alineadas y los cables con bombillas de colores colgados de los postes. Los torpes viejos habían logrado realizar su trabajo.
Por entre la cortina de lluvia, los daños se apreciaban apenas: una mancha descolorida de cierta longitud, y una curiosa palidez, como si la pared estuviera rellena de conchas de ostra, o de fragmentos de argamasa. El contorno del muro no parecía haber sido afectado. Aunque hubiera podido ser peor, el daño era considerable. Con la escasez de obreros, iban a pasar algunas semanas antes de que consiguiesen un albañil y entretanto habría que recoger el cascote esparcido por el prado. El día de la feria todas las miradas se centraban en el asilo; Conner estaba seguro de que culparían a su administración por el aparente hundimiento y descuido del muro, y que hubiera ocurrido precisamente en la entrada, donde todos iban a verlo. Aquellas piedras caídas desmentían su concienzudo esfuerzo.
Conner aborrecía la maledicencia de la gente de la ciudad. Una frase de la molesta carta de aquella mañana le vino a la cabeza: Su deber es ayudar, y no estorbar, a esos viejos en su camino hacia el Premio Final. ¡El premio final...! ¡Aquél era el premio final! Se preguntó cuánto tiempo le llevaría a la gente dejar de ser tonta. A los lémures les había costado un millón de años enderezar su espina dorsal. Quizá fuese necesario otro millón de años para dragar las marismas del cerebro humano. La calavera de un animal es algo horrible, una gamella con colmillos, una burda concavidad. En la universidad le había escandalizado por el conservadurismo que mostraban los gráficos zoológicos. ¡Con qué lentísima precaución había retrocedido el hocico de la musaraña al paso que se abombaba su cráneo! Imaginaba a la mujer que le había enviado la carta, su ágil nariz rosada, sus débiles ojos temerosos, sus afilados dedos doblados como patas de cangrejo rascando el papel: una musaraña, una rata que se agarra a una corteza. ¿Cuándo morirían todas las musarañas para dejar que amanezca el día de los hombres? "



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