Salvamento (fragmento)Joseph Conrad
Salvamento (fragmento)

"Sumido en un éxtasis del que no llegó a ser consciente, Lingard contempló esa visión tan asombrosa que parecía haber llegado a su existencia desde mucho más allá de los confines de lo concebible. Era imposible adivinar sus pensamientos, conocer sus sentimientos, comprender su alegría o su pesar. Ella en cambio sabía muy bien todo lo que él guardaba en lo más profundo de su corazón. Él mismo se lo había dicho, impelido por una súbita idea que lo llevó hasta ella en medio de las tinieblas, desesperado, sí, pero con una absurda esperanza y una confianza increíble. A ella le había dicho lo que a nadie más dijo nunca, con la sola excepción, y sólo tal vez, de sí mismo, bien que sin palabras, y con menor claridad. Se lo había dicho y ella lo había escuchado en silencio. Lo había escuchado apoyada sobre la amura, cerca de él, hasta que al final le alcanzaba su aliento sobre la frente. Al recordarlo, vivió un momento de orgullo desmedido y de indescriptible consternación. Pudo hablar, aunque no sin esfuerzo.
[...]
Un leve cambio de expresión que desapareció casi en el acto demostró que Lingard había escuchado el apasionado grito que arrancó de ella su propio desconsuelo. No hizo gesto alguno. Ella percibió con toda claridad la dificultad en que se encontraba. La situación era peligrosa, y no tanto por su realidad misma, por los hechos que la componían, sino por la sensación que despertaba en ella. En ocasiones le parecía vivir algo menos real que una tradición; se imaginó nítidamente como la mujer de una balada, la que ha de suplicar por la vida de unos cautivos inocentes. Salvar las vidas del señor Travers y de D’Alcacer era mucho más que un deber: era una necesidad, un imperativo, una misión a la que no podía resistirse ni sustraerse. Sin embargo, hubo de reflexionar sobre el horror de una muerte cruel y oscura antes de sentir por ellos dos la compasión que merecían. Sólo cuando miró a Lingard le arrancó el corazón una compasión extrema. Los otros eran dignos de compasión, sin duda; él, en cambio, era víctima de sus propios y extravagantes impulsos, y de ahí que se le apareciera como una figura trágica, fascinante, culpable. Lingard alzó la cabeza. Se oyeron susurros al otro lado de la puerta, y al punto entró Hassim en el camarote seguido por Immada.
La señora Travers miró a Lingard, porque de todos los rostros reunidos en el camarote el suyo era el único que le parecía inteligible. Hassim comenzó a hablar de inmediato, y cuando calló se oyó el hondo suspiro de Immada colmar el repentino silencio. Lingard miró entonces a la señora Travers. "



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