Medusa (fragmento)Ricardo Menéndez Salmón
Medusa (fragmento)

"Prohaska se agacha ante la lápida espartana y simple, posa el cartapacio atado con un lazo blanco y respira el aire salobre en el que tantas veces añoró el aliento del padre muerto y las caricias de la madre hostil. Su hermano, unos pasos detrás, contempla a ese extraño del que en realidad nada sabe y busca una palabra que no llega. Es inútil. Hace años que el benjamín de los Prohaska partió hacia comarcas de desconsuelo. El silencio que los rodea, apenas roto por el llanto de las aves, desmiente toda tentativa de afecto. Cuando horas más tarde Prohaska parta de nuevo hacia Polonia, su hermano rescatará de la tumba de su madre el homenaje que su hijo menor le ha rendido. A él debemos que esos dibujos no hayan sido alimento de la arena y de los pájaros. Rutinas de la carnicería. A poco que se indague en el curso de la Historia, y advertidos de que la idea de progreso es una patraña, puede acatarse sin escándalo que la indiferencia es la clave de bóveda que garantiza la cordura de nuestra especie. Casi todos aquellos que han pasado por la experiencia de los Lager o del Gulag han incidido en ese aspecto. Lo más asombroso desde el punto de vista de la razón no es la conversión del cuerpo humano en oficina para matarifes o la degradación del individuo a dígito, sino lograr que, en semejantes condiciones de pesadilla, la maquinaria intelectual y afectiva del prisionero se oriente en la dirección de la supervivencia. Vivir, aunque el precio para ello sea la suspensión de toda forma de credulidad. Un fotógrafo y cineasta de guerra como Prohaska hubo de asumir muy pronto que ese era el nudo gordiano de su profesión. Que juzgar, permitirse un juicio, lo condenaba a la parálisis. El argumento es de Stelenski, empeñado en buscar una salida al dilema que la vida de su amigo plantea: ¿cómo amar a un hombre que no sólo estuvo del lado del Monstruo, sino que, consciente y fielmente, alimentó su imaginario? ¿Se puede defender la obra de alguien que filmó ejecuciones con tiros en la sien, ahorcamientos de niños de ocho años, vivisecciones en embarazadas, inmersiones en tanques de agua helada o amputaciones sin anestesia para investigar los umbrales del dolor, y que hizo todo eso sin emitir una queja? ¿Puede haber piedad, comprensión, afecto para alguien que, como el ojo divino, se conformó con dejar al libre albedrío de los demás las consecuencias de sus actos? ¿Merece la obra de Prohaska el espacio de un museo o sólo es la actividad forense de un voyeur sin escrúpulos, que debería haber colgado del palo más alto de la ciudad de Núremberg? «La desnudez del mundo invita a que alguien la capture», escribió Prohaska en Al dictado de un dios cruel. «Pero la insatisfacción permanente del hombre, su ansia implacable de razones, es la que exige que alguien la interprete. Ahí», concluye el contemplador del Reich, «en la funesta manía de explicar, se esconde el origen de nuestro concepto de culpa.» No es sencillo satisfacer la duda que nos corroe al leer estas líneas: ¿habla un cínico o un sabio? ¿Un pesimista razonable o un asesino odioso? ¿Una víctima o un verdugo? El tiempo se acelera como un reloj ebrio. A Polonia le suceden Francia, Bélgica, Holanda, Noruega, Grecia, Rusia en el verano del 41. Ubicuo como el ángel de Klee, que contempla con sus alas desplegadas las circunstancias del derrumbe de las obras humanas, ansioso por volar y a la vez cautivo del vendaval de la Historia, Prohaska está presente donde el acontecimiento se hace signo, síntoma, metodología del desastre: la caída de París, Saturno devorando los Países Bajos, los fiordos convertidos en mataderos, la Hélade de Leónidas, Píndaro y Platón sometida al logos del nuevo Emperador, la Operación Barbarroja a la conquista de la Asia bárbara y sus improbables límites son los mojones de una ingeniería arrogante. De norte a sur y de este a oeste, Prohaska, cámara al hombro, con sus trebejos de fotógrafo y pintor, procede a dar fe del aullido del hombre y del silencio de los dioses. "


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