Viaje al pasado (fragmento)Stefan Zweig
Viaje al pasado (fragmento)

"Una escritura recta y palabras serenas que revelaban una pasión contenida: hablaban sosegadamente, sin quejarse, del paso de los días, y era como si sintiera sus firmes ojos azules fijos en él, sólo le faltaba la sonrisa, aquella sonrisa que lo apaciguaba, que quitaba gravedad a su porte serio. Esas cartas se habían convertido en la comida y la bebida de aquel solitario. Se las llevaba consigo amorosamente cuando salía de viaje por las estepas y montañas, había hecho coser en la silla de montar unos bolsillos especiales para ello, que estaban protegidos contra los repentinos aguaceros y la humedad de los ríos que tenían que cruzar en sus expediciones. Tantas veces las había leído que se las sabía de memoria, palabra por palabra; tantas veces las había doblado que los pliegues se habían vuelto transparentes y algunas palabras aparecían borradas por los besos y las lágrimas. Más de una vez, cuando estaba solo y sabía que no había nadie alrededor, se las leyó en voz alta, pronunciando una palabra tras otra con la misma cadencia de su voz, para conjurar así, mágicamente, a su amada ausente, en la distancia. Más de una vez se levantó de improviso en medio de la noche, notando que se le había escapado una palabra, una frase, una fórmula de cierre; encendía la luz para recordarla y, a través de los rasgos de su caligrafía, soñar con la imagen de su mano, y subiendo desde la mano, el brazo, el hombro, la cabeza, la figura entera traída hasta allí por encima de tierras y mares. Igual que un leñador que tala un bosque virgen, así hacía él con furia y fuerza desmedidas con el tiempo agreste e impenetrable que todavía tenía por delante y que percibía como una amenaza, impaciente ya por ver un claro, la perspectiva del regreso, la hora del viaje, el momento mil veces imaginado del primer abrazo a su vuelta. En su casa de madera en la recién creada colonia de trabajadores, levantada a toda prisa y cubierta con hojalata, había colgado sobre su tosca cama un calendario en el que cada tarde, muchas veces a mitad de la jornada si no podía soportar la impaciencia, iba tachando los días trabajados y contaba y recontaba la serie negra y roja, cada vez más corta, de los que todavía tenía que aguantar: cuatrocientos veinte, cuatrocientos diecinueve, cuatrocientos dieciocho días para el regreso. Porque él no contaba el tiempo como los demás hombres, a partir del nacimiento de Jesucristo, sino en función de los días que restaban para que llegase una determinada hora, la hora de volver al hogar. Y siempre que este lapso de tiempo formaba una cifra redonda, cuatrocientos, trescientos cincuenta o trescientos, igual que en el cumpleaños de ella, en su santo o en otros aniversarios personales, como por ejemplo cuando se habían conocido o cuando ella le reveló sus sentimientos por primera vez…, daba una especie de fiesta para las personas que tenía alrededor, quienes, sin saber a qué obedecía, se mostraban sorprendidos y le preguntaban. "


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