Los inadaptados (fragmento)Carmen de Burgos
Los inadaptados (fragmento)

"Sentada sobre un posete de viejo pitaco, desnudos los brazos hasta cerca del codo, Dolores acababa de mondar la enorme pila de pimientos asados, para preparar la ensalada de la cena a los segadores. Su mano regordeta rompía el cristal del agua de un barreño, agitándola con ligereza, para despegar de sus dedos los negros hollejos requemados. Cerca de ella una muchacha pelinegra, de penetrantes ojos de endrina, los iba partiendo, sin desperdiciar corazón y semilla, y los mezclaba con los pedazos de tomate crudo y blanca cebolla que lucían en el gran lebrillo de barro vidriado de azul.
Se aproximaba la hora del crepúsculo; un ambiente dulce, tibio, melancólico, envolvía al campo. La tierra, abrasada con el beso del verano, mostraba orgullosa las gavillas de trigo maduro amontonadas en las hazas, el oro de los rastrojos y las mieses tendidas en las eras o formando las hacinas de rebosantes espigas rubias, que esparcían el olor acre y picante de los cereales en sazón.
Únicamente las huertas ofrecían el descanso refrescante de los maizales tempranos y las apetitosas hortalizas entre el tostado y reseco paño rama.
Se oían a lo lejos las esquilas de los rebaños que se encaminaban al redil, el balar de los corderillos impacientes de esperar a las madres en la tinada del corral y los ladridos de los perros, avisando de cortijo en cortijo el paso de algún transeúnte. Los zagalones aparecían trotando detrás de las piaras de cerdos, que hartos de hozar en el campo, venían en busca de descanso en las zahúrdas; las mujeres llamaban a las aves, medrosas de la sombra, para encerrarlas en los gallineros. Todos aquellos ruidos parecían apagarse en una extraña armonía, preludio del sueño y del descanso. De vez en cuando el cantar melancólico de algún mulero rasgaba la quietud, como una queja apasionada del alma árabe que, sin saber por qué, subía del corazón a los labios, con la espuma de un sentimiento panteísta o en la expansión del espíritu romántico, cantando sueños, anhelos y dolores, entre el manto vespertino, capaz de envolver todo lo vago, lo incierto, lo misterioso e indefinible de las almas.
La gente del cortijo se iba acogiendo a la casa; hombres, mujeres y chiquillos, cansados de la faena del día, se sentaban bajo el porche, dilatando la nariz con el olor de la ensalada, rebosante de aceite, que llenaba el barreño colocado en la mesilla, cubierta con el blanco mantel de flecos y cenefas color magenta.
No tardó en llegar la pandilla de segadores, pájaros bohemios que, como las golondrinas, anuncian la primavera y la buena cosecha; familias enteras iban desde el Norte de España a Andalucía, al mando de un jefe o manijero, que ejerce la facultad omnímoda de los patriarcas de las antiguas tribus.
Los labradores acuden a buscar gente para la siega a los pueblos cercanos a sus lugares, donde en las esquinas de las plazas públicas acostumbran a acampar las tribus nómadas. "



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