La Habana para un infante difunto (fragmento)Guillermo Cabrera Infante
La Habana para un infante difunto (fragmento)

"Julieta me habló de pasiones imposibles, entre las que se destacaba su corazón cautivo en la mafia memorable de Félix Isasi. Yo conocía a Félix sólo de oídas, primero porque era amigo de Ricardo Vigón y luego porque al conocerlo personalmente se empeñaba siempre en decir Faukelner en lugar de Faulkner, cuando hablaba de este escritor que fue su favorito. Éstas eran las características que distinguían a Félix de mucha otra gente que conocí de pasada por ese tiempo. Pero la pasión que provocó más que produjo en Julieta me lo hizo ver con otros ojos. Félix Isasi era un tipo alto, huesudo, de espaldas anchas y piernas largas, pero su boca hendida y su nariz dantesca lo hacían francamente feo. Pero Julieta me confesó que se enamoró perdidamente de él cuando lo notó un día en el salón de lectura de la Biblioteca Nacional. Allí, entre el hedor a humedad y el olor a libro viejo, en la fortaleza tomada por los tomos, Julieta vio a Félix leyendo (supongo que a su frecuente Faukelner) y sonriendo a la lectura, no al libro. (Cómo pudo distinguir Julieta entre libro y lectura, es uno de los misterios mayores de la relación entre Julieta y la literatura). Esa sonrisa silenciosa de lector activo bastó para producir en Julieta una pasión arrebatadora —que nunca llegó a consumar. Esta vez no fue porque Julieta se empeñara en conservar su virgo intacta (ella se la habría entregado mil veces a Félix para que la violara como a un libro en rústica) sino que Félix padecía una enfermedad incurable que no quería transmitir a Julieta. Supongo que esa enfermedad (Julieta no tenía la virtud de ser explícita en sus relatos o era explícita a espasmos) debía ser sífilis, el mal de amar que ya no era la virulencia venérea que amenazó mi adolescencia anterior. Félix sufría esta enfermedad románticamente incurable (espiroqueta pálida al claro de luna) y él y Julieta tenían que resignarse a amarse sin consumar el acto de amor. Según Julieta, llegaron muchas veces a la cama (supongo que el pobre cuarto del pobre Félix, que se ganaba la vida haciendo fotos por la calle con una vieja cámara de cajón, Daguerre c'est Daguerre, impresiones que luego trataba de vender a los viandantes retratados) pero siempre se limitaron a acostarse desnudos uno junto al otro, sin más contacto que las manos enlazadas, las flacas falanges de Félix manchadas de ácido trenzadas en los dedos dorados de Julieta, ya que Félix temía transmitir en un beso su enfermedad insidiosa a Julieta, deseosa. La pasión de Julieta por Félix terminó abrupta justamente cuando Félix se curó de su enfermedad incurable, fuese la que fuese, curación ocurrida en el momento en que Julieta no quiso verlo más. Siempre sentí pena por Félix y lamenté que se le curara su romántica enfermedad: al menos era un amigo (o un amigo de un amigo) y era preferible que él se hubiera acostado con Julieta que un enemigo, como casi lo hace Paret, el crítico de cine Xavier Paret, a quien yo detestaba por sus críticas diarias y su opinión general sobre el cine. (Hablando de Un perro andaluz este crítico catalán llegó a decir que era ¡«una muestra temprana del vuelo propio posterior»!). Con este viejo pretendiente (debía de tener entonces como cuarenta años), calvo y por demás desagradable, tuvo que ver ella también. Aunque Julieta me juró (no sobre la Biblia, tampoco sobre su Biblia, Mi vida) que nunca pasó de darse un beso tras bastidores y entre actos de Las moscas, la obra de Sartre, apasionada por su inteligencia (la de Paret, no la de Sartre), pero a la vez cuidadosa de su virginidad, añado ahora, reservada para su novio de siempre —y aquí sí tengo que hablar del novio de Julieta, que no era Romeo, como tampoco creo que fuera su amor. "


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