Los hermanos Burgess (fragmento)Elizabeth Strout
Los hermanos Burgess (fragmento)

"No se podía fingir. Se notaba en la forma de mirar, en el modo de entrar en una habitación, de subir las escaleras de un quiosco de música. «Sabemos que quedarnos mirando con indiferencia mientras nuestros congéneres, hombres, mujeres y niños, sufren males y humillaciones es acrecentar esos males y humillaciones. Somos conscientes de la vulnerabilidad de las personas que acaban de llegar a nuestra comunidad y no vamos a quedarnos de brazos cruzados mientras les hacen daño.» Bob, consciente de que todas las personas del parque (y ya no cabía ni un alfiler) estaban escuchando a su hermano, no moviéndose, paseando ni susurrándose, Bob, al ver que toda aquella gente parecía atrapada por una suerte de gran pañuelo que Jim extendía a su alrededor, no sabía que lo que en ese momento tenía eran celos. Sólo era consciente de que se sentía mal, cuando antes se había sentido esperanzado por el entusiasmo de Margaret Estaver, se había alegrado por lo que ella hacía y sentía; sin embargo, ahora había vuelto a invadirlo el hondo hastío de siempre, su asco de sí mismo, grandullón, zángano, incontinente, lo contrario de Jim.
Pero, pese a ello, el corazón se le inundó de amor. ¡Aquél era su hermano mayor! Parecía un gran atleta, alguien que había nacido con el don de la elegancia, que no tocaba el suelo al andar, y ¿quién sabía por qué? «Hoy hemos venido al parque, miles de nosotros, hoy hemos venido a este parque para decir que creemos lo que es cierto: que Estados Unidos es un país de leyes y no de hombres, y que protegeremos a los que acudan a nosotros para que los protejamos.»
Bob echó de menos a su madre. Su madre, con el recio jersey rojo que solía llevar. La imaginó sentada en su cama cuando él era pequeño, contándole un cuento para que se durmiera. Le había comprado una lamparita de noche, lo cual parecía una extravagancia en esa época, una bombilla enchufada directamente a la toma de corriente por encima del rodapié. «Marica» dijo Jimmy, y Bob pronto comunicó a su madre que ya no la necesitaba. «Entonces, dejaré la puerta abierta —sugirió ella. “Marica”—. Por si uno se cae de la cama o me necesita.» Era Bob el que se caía de la cama o se despertaba gritando con una pesadilla. Jimmy le insultaba cuando su madre no estaba presente y, aunque Bob sabía defenderse, en el fondo, aceptaba su desprecio. Allí, en el parque Roosevelt, mientras escuchaba el elocuente discurso de su hermano, aún lo aceptaba. Sabía qué había hecho. La bondadosa Elaine, en el despacho de la tenaz higuera, le había sugerido un día con mucha delicadeza que dejar a tres niños solos dentro de un coche al principio de una cuesta no era buena idea y Bob había negado con la cabeza: «No, no, no». ¡Más insoportable que el propio accidente era responsabilizar de él a su padre! Él era pequeño. Eso lo entendía. No hubo premeditación. Ni imprudencia temeraria. La propia ley no haría responsable a un niño. "



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