El príncipe negro (fragmento)Iris Murdoch
El príncipe negro (fragmento)

"La callecita de Notting Hill donde habíamos vivido en nuestro último tiempo de vida en común se había vuelto mucho más lujosa desde aquel entonces. Yo, naturalmente, siempre la había evitado. Mientras me apresuraba por la acera, vi que las casas estaban pintadas y resplandecientes, azules, amarillas, rosa palo; que las puertas lucían elegantes aldabas, las ventanas decoraciones en hierro forjado, falsos postigos, alféizares. Había despedido al taxi en la esquina, puesto que no quería que Christian me viera antes que yo a ella.
El súbito recrudecimiento del pasado remoto marea aunque no implique cosas desagradables. Parecía no haber oxígeno en la calle. Corrí, corrí. Ella me abrió la puerta.
Creo que no la habría reconocido enseguida. Parecía más esbelta y más alta. Había sido una mujer llenita, sensual, dada a los perifollos. Ahora aparecía más austera, desde luego mayor, también más elegante, llevaba un sencillo vestido de mezclilla castaño claro con una cadena a guisa de cinturón. Su cabello, que solía llevar rizado, era liso, espeso, más bien largo, ligeramente ondulado, y teñido, supongo, de un castaño rojizo. Su rostro estaba más huesudo, un poco arrugado, un levísimo efecto de manzana marchita, no desagradable. Los rasgados y húmedos ojos pardos no habían envejecido ni habían perdido fulgor. Daba una impresión de competente y distinguida, como una directora de firma de cosméticos internacional.
Es difícil describir la expresión de su cara al abrirme la puerta. Estaba sobre todo nerviosa, casi hasta la risa tonta, aunque trataba de aparentar serenidad. Creo que debió de verme por la ventana. Al pasar el umbral se rió, en un sofocado eructo de alegría, y exclamó algo, quizá «¡Jesús!». Yo sentía mi rostro torcido y aplastado, como cubierto por una media de nailon. Pasamos al salón que, por fortuna, estaba oscuro. Parecía tener el mismo aire de siempre. Las grandes emociones, igual que cortinas de gasa, hacían que el lugar pareciera falto de aliento, quizá incluso lo hacía más oscuro. En momentos así no pueden calificarse (¿odio?, ¿temor?); sólo más tarde se puede tomar distancia y darles nombre. Por un instante todo quedó en suspenso. Luego ella se me acercó. Yo creí, con razón o sin ella, que iba a tocarme, y retrocedí hasta la ventana, colocándome detrás de un sillón. Ella rió, emitiendo un loco lamento, como un pájaro. Vi su cara de risa desenfrenada como una grotesca máscara antigua. Ahora parecía vieja.
Se había vuelto de espaldas y hurgaba en un armario. "



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