Flor del Norte (fragmento)James Oliver Curwood
Flor del Norte (fragmento)

"Sabía Felipe que Juana estaba mirándole cuando apartó la cafetera de la lumbre y la puso en el suelo para que se enfriara. Su mente se hallaba sumida en un caos de ideas desordenadas y de preguntas que hubiera deseado hacer una tras otra. Y Juana parecía contribuir a aumentar su confusión y su intranquilidad; ninguna de sus referencias a nombres y hechos, de suma importancia para él, habían producido la menor alteración en la joven. ¿Desconocería, pues, totalmente lo que tanto deseaba saber Felipe? ¿Era posible que ignorara por completo la identidad del hombre que había atacado a Pedro en la escollera y que la secuestró a ella? ¿Era cierto que no conocía a Elena Brokaw, que ignoraba el nombre de lord Fitzhugh y que había vivido siempre en el Norte? ¿A qué se debía el milagro de que allí, en el corazón mismo del agreste Norte, pudiera hablarle aquella joven en alemán y en latín? ¿Estaría burlándose de él?…
Se volvió a mirarla y encontró sus límpidos ojos fijos en él. Le sonrió la joven con sonrisa cansada, pero franca; sólo dulzura y verdad había en su rostro. Desechó Felipe instantáneamente toda sospecha y se recriminó duramente por haberse permitido dudar de ella un solo instante; durante un segundo estuvo tentado de confesarle lo que pasara por su mente, pero una breve reflexión le hizo desistir de ello. Se dirigió hacia el río para fregar un cacharro cualquiera y entre tanto su cerebro siguió trabajando; Juana era para él un misterio, un misterio que le deleitaba y le llenaba el corazón de amor profundo. En cada movimiento, en cada ademán, en cada actitud de la joven, en la gracia de su delicado y flexible cuerpo, se reflejaban claramente la sencillez y el encanto de la vida de los bosques: brillaba en sus ojos, en la rica púrpura de sus labios, se reflejaba en su belleza, en la exuberante riqueza de su cabello castaño dorado. Mil detalles permitían adivinar su estrecho contacto con la sencillez de la vida primitiva y agreste del Norte… Había dicho la verdad.
Cuando regresó junto a ella, sus ojos le sonreían francamente; nunca le habían mirado de aquella forma los ojos de mujer alguna, ni viera jamás otros tan hermosos. Y sin embargo, no había en ellos la expresión de ningún sentimiento que no pudiera confesarse en voz alta: franqueza, camaradería, agradecimiento de que estuviera allí protegiéndola… Ojos semejantes, espejo de un alma pura y sin tacha, sólo a una norteña de los bosques podían pertenecer. Aunque menos hermosos, los había visto parecidos en las mujeres crees. Recordó la mirada de los ojos de Elena Brokaw al posarse en Juana; también aquellos ojos eran hermosos, pero completamente distintos. Los de Juana no podían mentir.
Sobre un blanco mantel extendido en el suelo había dispuesto Juana fiambres, pan, queso y conservas. Trajo Felipe el café y se dio cuenta de que la joven descansaba su peso sobre el tobillo lesionado. "



El Poder de la Palabra
epdlp.com