Siete lugares. Tierras adentro (fragmento)Gonzalo Santonja
Siete lugares. Tierras adentro (fragmento)

"Nada de nada, la soledad absoluta y el aullido de lobos a horcajadas del temporal. La masa negra del Curavacas sólo se advertía porque se acentuaba la densidad de la niebla. Nada de nada, la soledad de los lobos y los aullidos del temporal. El lago, una masa de hielo; los ojos del río Carrión, esmeraldas fundidas en el mediodía de la nieve. Nada de nada. La soledad sin contornos. Lesmes ni siquiera distinguía de qué lado del monte pisaba; él, que se lo sabía de memoria. Únicamente guardaba conciencia de un largo deambular desorientado. De un lento y penoso deambular eterno. La nada del lobo, su soledad hecha aullidos. Los bueyes, ni tan siquiera quejumbrosos, hubo un momento en que dijeron basta. Lo dijeron con dulzura, doblando las manos y cediendo la testuz, derrotada su proverbial paciencia por la infinitud helada. El aullido de los lobos. Lesmes García Alonso de Batahola mordió los labios morados de su hijo, arañó su sonrisa cárdena y quiso borrar de sus ojos la llamada del lago; enseguida supo que se moría, que allí morirían los dos, él, quizás, un poco más allá, a algunos centenares de metros, inevitablemente alcanzado por la mano de nieve. Arreció el huracán, silbaba el viento. Un angustioso rumor de cuchillos por el valle. Un último esfuerzo, que la muerte le sorprendiese con las botas puestas y dando la cara: cargó con el hijo a las espaldas; sonámbulamente siguió y siguió. Sonámbulamente, sonámbulamente, atrapado hasta la cintura, arrastrando las rodillas y la cabeza de su hijo sobre la nieve. Sin resuello, con el aliento cuajado nada más salir de la boca, se detuvo en busca de aire. El temporal, de repente, se contuvo, y a su alrededor por unos instantes se cortó la niebla. Lesmes buscó el perfil de los bueyes. Ni rastro. Cerca, de frente, se levantaba un bulto; le pareció el carro. Entonces, hacia dónde caminaba, en qué dirección. De nuevo creció la tormenta, todavía con mayor ímpetu, reduplicada. La masa del Curavacas difuminó sus contornos. Los aullidos absolutos de la nada; un rumor, cercano, de lobos desgarrando la resignación de los bueyes. Las vocales afiladas de la muerte, la vida convertida en un iceberg deshaciéndose. Nevaba tercamente, transformados los árboles en espectros. Lesmes García Alonso de Batahola se contempló en su figura: a imagen y semejanza de aquellas ramas, cobró conciencia de inmovilidad. No le respondían las piernas; tampoco los brazos; a duras penas controlaba el movimiento de los ojos, que repasaban imágenes moribundas a través de las enmarañadas rendijas de una cortina de escarcha. Su hijo, a las espaldas, no le pesaba; en realidad, ni le sentía. Sabía que estaba allí, pero nada más. Una figura tallada en las esquinas de la nada. Como tantas figuras en tantas esquinas. Como tanta nada. Como tantísima muerte. Algún día regresará el sol, pensó, y entonces seré un limpio mojón de huesos en este valle perdido. Lesmes García Alonso de Batahola, que no podía mover el cuello, advirtió el jadeo ansioso de un animal palpitante. De un animal bellísimo que, de manos sobre sus hombros, cruzó con él una mirada de nácar, las fauces consumidas en el fuego azul del silencio, nevados sus gestos de sangre y con memoria de selvas. Y se sintió corzo recién capturado, corzo atraído por aquellos labios de bosque. Nada de nada, que todo terminase pronto. Oscureció y oscureció, le hervía la sangre. La mirada del gran lobo se llenó de olas. De olas. «Ven», acertó a decir. Nada de nada, el vaho espeso de un aliento cálido por las mejillas, la fúnebre melodía de algún recuerdo secreto, como la escarcha, deshilachado. Un vaho cálido y acelerado, sediento. Sus acerados dientes. Y el azote de la nevada. Lesmes García Alonso de Batahola está sudando. La nevada arrecia en copos de exilio. No hubo más. "


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