Maldita perfección (fragmento)Rafael Argullol
Maldita perfección (fragmento)

"Dostoievski ha adquirido en los últimos tiempos una inesperada vigencia: no sólo, según parece, es el autor más leído en Rusia sino que Rusia ha vuelto, asombrosamente, a encarnarse en sus páginas. Es verdad que a lo largo del siglo XX nunca ha sido olvidado, contando, en ciertos períodos, con públicos adictos muy amplios en Europa y América; lo sorprendente, sin embargo, es que ahora cobre actualidad como testimonio literario de nuestro siglo XXI e incluso haya gentes que se reclaman abiertamente «dostoievskianas».
Esta nueva influencia es doblemente sorprendente si tenemos en cuenta que Dostoievski, como si fuera un gigante con pies de barro, ha estado a punto de ser derribado de su pedestal. La Rusia estalinista, por razones fáciles de comprender, mantuvo el pico levantado, y si no descargó el golpe definitivo sí quiso erosionar gravemente su prestigio. El que no lo consiguiera se debió principalmente al efecto antagónico al deseado que acostumbran a conseguir los totalitarismos cuando se empeñan en una labor de negación o degradación. Un Dostoievski presentado como degenerado era inevitablemente demasiado atractivo para poder ser ignorado.
Pero la obra de Dostoievski ha estado rodeada de otro peligro, mucho más difícil de superar. Que un artista sea acusado de inmoral no tiene ninguna relevancia al lado de la verdadera acusación a la que puede ser sometido un artista: la de no ser artista. Y Dostoievski ha tenido una nutrida legión de acusadores, en vida y mucho después de su muerte. En realidad, con frecuencia, Dostoievski ha sido tenido, no tanto por un gigante con pies de barro, sino por uno que era monstruosamente cojo, falto de proporciones, deforme: un escritor ciertamente titánico, capaz de emprender retos desmesurados pero desprovisto de la gracia del arte. Ya en sus años creativos Dostoievski hubo de soportar constantes comparaciones de las que salía siempre perdedor: con Pushkin, con Gógol, con Lermontov, con Tolstoi. A pesar de su éxito primerizo con Pobres gentes y de su popularidad final nunca pudo rozar la serenidad de ser considerado indiscutible y a menudo traspasó la tenue frontera que separa el purgatorio de los discutidos del infierno de los fracasados.
A medida que su obra fue conocida más allá de las fronteras rusas las comparaciones desfavorables se hicieron internacionales: no tenía el sentido narrativo de un Dickens, ni la capacidad psicológica de un Balzac, ni, desde luego, la exactitud estructural de un Flaubert. Aunque defendido por grandes escritores, los enemigos de Dostoievski han sido igualmente de envergadura, como lo demuestra el furibundo ataque que le dedicó Vladimir Nabokov en sus lecciones sobre literatura rusa. La posición de Nabokov, que tenía la ventaja de reunir las figuras del escritor de talla y del profesor incisivo, es ejemplar, pudiendo decirse que en la amplitud de su denuncia acoge buena parte de los argumentos antidostoievskianos. Procede, por otra parte, de la orilla opuesta al estalinismo: el autor de Lolita, exiliado él mismo, era bien conocido por sus posiciones anticomunistas. Pero eso no le impide compartir con los detractores comunistas de Dostoievski su crítica al decadentismo de éste. A Nabokov se le hacen insoportables el «cristianismo neurótico» y la «ética del sufrimiento», advirtiendo en la obra de Dostoievski una auténtica escritura patológica, reflejo de las enfermedades del escritor o, cuando menos, de aquellas que morbosamente le atraían. Todo ello culminado, según Nabokov, por una forma literaria deficiente y una notable incapacidad artística.
A diferencia de muchos escritores modernos, Dostoievski opinaba que la vida era superior a la imaginación. Cuando una escritora novel le pidió consejo a este respecto su respuesta fue contundente: «Tome lo que la vida misma le ofrece. ¡La vida es infinitamente más rica que nuestras invenciones! ¡No existe imaginación que nos proporcione lo que a veces da la vida más corriente y vulgar!». Siempre insistió en esa misma dirección y no podemos dudar de su sinceridad. Sin embargo, el culto a la vida acostumbra a entrañar una mitificación de la vida, sobre todo de la propia. Dostoievski no tenía talante de cronista ni pretendía objetividad alguna sino que sometía las existencias que le rodeaban—psicológicas, morales, políticas—al dictado de su experiencia. Se apasionaba por lo que los alemanes hubieran llamado el «espíritu de la época», pero lo cierto es que, en su caso, éste no era sino la prolongación de sus íntimas vicisitudes espirituales. "



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