Ana, soror... (fragmento)Marguerite Yourcenar
Ana, soror... (fragmento)

"Ella no respondió. Apresuradamente, corrió los cerrojos. Sus manos agitadas buscaron a tientas sin llegar a levantar el picaporte. Cuando abrió, ya no había nadie al otro lado de la puerta.
El largo pasillo abovedado estaba tan oscuro como el interior de su aposento. La oyó huir mientras en la lejanía se perdía el ruido amortiguado, ligero y precipitado de unos pies descalzos.
Esperó durante un largo rato. Ya no se oía nada más. Dejando la puerta abierta de par en par, volvió a acostarse entre las sábanas. A fuerza de espiar los menores estremecimientos del silencio, acabó por imaginar diversos sonidos: ora el roce de una tela, ora una débil y tímida llamada. Pasaron las horas. Odiándose por su cobardía, sólo se consolaba pensando cuánto debía ella sufrir.
Cuando salió el sol, se levantó y fue a cerrar la puerta. Solo en la habitación vacía, pensaba: «Ella estaría ahora aquí».
Rechazó las mantas con los pies hasta que formaron grandes masas de sombra. Enfurecido, empezó a darle puñetazos al colchón. Y se revolcó en la cama gritando.
Ana pasó todo el día siguiente en su aposento. Las contraventanas estaban cerradas. Ni siquiera se había vestido: la larga bata negra con la cual la arropaban cada mañana las doncellas que iban a peinarla, flotaba alrededor de ella en pliegues sueltos. Había dado instrucciones para que no entrara nadie. Sentada, con la cabeza apoyada en las asperezas del respaldo, sufría sin llorar, sin pensar, humillada por lo que había intentado hacer y, a la vez, por haberlo intentado en vano, demasiado exhausta incluso para sentir su dolor.
Sin embargo, al anochecer, sus sirvientas le trajeron noticias.
Don Miguel, a mediodía, había ido a ver a su padre. Pero el gentilhombre estaba en medio de una de sus crisis de terror místico durante las cuales se creía condenado. No obstante, ante la insistencia de Miguel, los criados le dejaron entrar en el oratorio donde estaba don Álvaro, quien cerró con impaciencia su libro de horas.
Don Miguel le anunció que pronto embarcaría en una de esas galeras destinadas a cazar a los piratas que navegaban entre Malta y Tánger. Cualquiera era aceptado en aquellas embarcaciones casi siempre mal equipadas y vetustas, cuya tripulación se componía de aventureros, a veces incluso de piratas arrepentidos o de turcos conversos, a las órdenes de algún capitán de fortuna. Según las domésticas, informadas no se sabe cómo, era casi seguro que don Miguel se había enrolado formalmente aquella misma mañana. "



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