Un lugar donde esconderse (fragmento)Christophe Boltanski
Un lugar donde esconderse (fragmento)

"Dos veces al día Jean-Élie bajaba volando por las escaleras en sentido inverso. Descendía a la bodega para rellenar la caldera calorífica con carbón. Cada vez que despertaba a aquel monstruo impotente y obeso en equilibrio sobre su base de hierro fundido, las paredes comenzaban a temblar. Los ruidos de la pala, de las bolas de carbón entrechocando entre sí y de la palanca, que mi tío accionaba con una mano vigorosa para que cayeran las cenizas de la reja, ascendían por los conductos resonando en todas las plantas. Rue-de-Grenelle era un ser vivo. Si empleo el pasado es porque, con el tiempo, volvió a adquirir su inmovilidad de inmueble. En la época de mi abuela estaba compuesta por órganos. La cocina hacía las veces de orificio. En el despacho, el cerebro se entregaba a las tareas intelectuales. El salón formaba una cubierta carnal. En esta anatomía habitacional, las piernas eran la escalera. Estábamos sepultados en el vientre de la ballena. El filósofo Thomas Hobbes definió el Leviatán como la antítesis de la brutalidad, como una autoridad absoluta capaz de establecer un orden político, de hacer que reinaran la paz y la secularidad, en contraste con un estado de naturaleza violenta y salvaje. Habíamos encontrado nuestro refugio en los limbos para huir del caos exterior.
Todo comenzó con una altísima fiebre, un terrible dolor de cabeza, una rigidez en la nuca semejante a una tortícolis y unos escalofríos en lo más profundo de los huesos, como si su esqueleto estuviera transformándose en un témpano de hielo. Creyó ella que se trataba de una gripe, de un simple resfriado a pesar del calor canicular. Al día siguiente, se desplomó cuando trataba de dirigirse al cuarto de baño, como si unas cadenas apresaran sus pies. Le castañeteaban los dientes sin cesar. Se cubrió con bolsas de agua caliente de plástico que gorgoteaban bajo su manta escocesa. Su estado empeoró en los días que siguieron. Náuseas, vómitos, fatiga intensa y unos dolores atroces en las piernas, sobre todo en la derecha. Imposible abandonar la cama, ni tan siquiera podía moverse. Yerta entre sus sábanas húmedas, profería gritos de niña pequeña. La parálisis se apoderó de su brazo izquierdo. Un médico le martilleó sus tórpidas rodillas y diagnosticó una poliomielitis anterior aguda. La enviaron a un servicio para contagiosos, la aislaron, la intubaron, la sondaron. Al cabo de una semana, la temperatura descendió brutalmente. Miró su cuerpo extenuado sobre el colchón: no es que hubiera cambiado; sin embargo, ya no le obedecía. Era como si sus miembros se hubieran desligado de ella.
Evitó morir asfixiada y, poco a poco, fue recuperando su brazo. Ante la ausencia de remedio, se sometió a tratamientos «de lo más novedosos» consistentes en descargas eléctricas, en interminables sesiones de estiramiento de los músculos, en posturas cinco o seis veces al día, en compresas calientes alrededor de las piernas y los brazos, en operaciones quirúrgicas que la tuvieron escayolada durante meses. Quiso fugarse del hospital, aquel teatro de la pasión. Esos «desahuciados» ante los cuales el personal no pierde un solo instante y cuya cama encuentran vacía al alba, con las sábanas lisas, sin la menor arruga y, a su alrededor, el ir y venir de los celadores y las enfermeras. El jefe, seguido de su cortejo, profiriendo su sentencia sobre la cama de hierro sin mirar al condenado. Los seres humanos considerados, desde el momento en que están en decúbito, como ratones cortados en dos sitios para que los disequen. El silencio general enfrentándose a las preguntas de los pacientes y de sus allegados. Ella ya conocía todo esto. Había pasado justo del escenario a la orquesta. Comenzó a odiar el espectáculo. Hasta el final de su vida execró la medicina y a sus siervos. Se rebeló contra la enfermedad, contra la gente sana, contra cuantos querían encasillarla en su nueva condición. "



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