El sol y el acero (fragmento)Yukio Mishima
El sol y el acero (fragmento)

"Presentía que ese templarse al sol y al acero a que durante tanto tiempo me sometí no era más que el proceso de creación de esa escultura líquida. Y en la medida en que el cuerpo así moldeado pertenecía estrictamente a la vida, todo su valor, me decía a mí mismo, debía residir en ese esplendor recreado segundo a segundo. Ésa, y no otra, es la razón de que la escultura se haya afanado tanto por celebrar en mármol imperecedero la gloria momentánea de la carne humana.
De ello se deducía que la muerte estaba sólo un poco más allá de ese momento concreto.
De este modo, me decía yo, había conseguido pista sobre la comprensión íntima del culto al héroe. El cinismo, que considera cómica toda veneración del héroe, se ve siempre ensombrecido por un sentimiento de inferioridad física. Invariablemente, es el hombre que se considera físicamente desprovisto de atributos heroicos quien se mofa del héroe; y cuando lo hace, cuán infamante es que su grandilocuencia, teniendo ostensiblemente rasgos de una lógica tan universal y general, no ofrezca (o así al menos parece entenderlo el gran público) ninguna pista sobre sus características físicas. Aún no he oído burlarse del culto al héroe a ningún hombre dotado de lo que bien podríamos llamar atributos físicos heroicos. El cinismo fácil, invariablemente, va acompañado de una musculatura fofa o de obesidad, mientras que el culto al héroe y un nihilismo poderoso van siempre acompañados de un cuerpo pujante y unos músculos bien templados. El culto al héroe, en definitiva, es el principio básico del cuerpo, y a la postre guarda una íntima relación con el contraste entre la robustez del cuerpo y esa destrucción que es la muerte.
El cuerpo lleva consigo la suficiente persuasión como para destruir el aura cómica que rodea una excesiva conciencia de sí mismo; pues aunque un cuerpo bello puede ser trágico, no hay en él el menor vestigio de comicidad. La cosa que en definitiva salva a la carne de ser ridícula es el elemento de muerte que reside en el cuerpo sano y vigoroso; era esto, comprendí, lo que mantenía la dignidad de la carne. ¡Cuán cómicas nos parecerían la ufanía y la elegancia del torero si su oficio estuviera divorciado de toda asociación con la muerte! Y sin embargo, siempre que uno perseguía la sensación última, el momento de la victoria se presentaba como algo insípido. En el fondo, el contrincante —«la realidad que nos devuelve la mirada»— es la muerte. Puesto que, al parecer, la muerte no cede ante nadie, la gloria del triunfo no puede ser más que una gloria puramente mundana en su más alta expresión. Y si sólo es gloria mundana, me decía a mí mismo, entonces teníamos que ser capaces de obtener algo muy parecido echando mano de las artes verbales.
Pero aquello que percibimos ante la buena escultura —como en el auriga de Delfos, donde a la gloria, a la arrogancia y a la timidez reflejadas en el momento de la victoria se les confiere una fiel inmortalidad— es el veloz aproximarse del espectro de la muerte del otro lado del vencedor. Al mismo tiempo, al mostrar simbólicamente los límites de la especialidad en el arte de la escultura, nos revela que detrás de la más grande gloria humana no hay otra cosa que el declive. En su arrogancia, el escultor ha buscado capturar la vida sólo en su momento supremo. "



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