La ciudad de las acacias (fragmento)Mihail Sebastian
La ciudad de las acacias (fragmento)

"Adriana se sentaba junto a Gelu. Menuda, Cecilia entraba por completo entre los brazos de Victor y ya no se le veían los tirabuzones rubios salvo cuando el coche la sacudía en las curvas.
Iban en silencio. De pronto los oídos se les llenaban de aquel gran silencio vegetal. Olía a amplitud. El automóvil subía primeramente por la orilla izquierda, a lo largo del río, y separaba así el paisaje en dos: a una parte, a lo lejos, las casas de la ciudad; a otra, las sombras del bosque. Luego volvían al puente, lo subían con cuidado y entraban en la isla. Allí el paseo era monótono y sin sorpresas.
Rodeaban la isla por un sendero circular que conocían como la palma de la mano. La inclinación de un árbol, el dibujo de una rama de acacia, un claro, una curva. Podían seguir la ruta del automóvil con los ojos cerrados y, a veces, Adriana se distraía adivinándola. Reclinaba la cabeza contra el asiento del coche y miraba al cielo, siguiendo el recorrido por la situación de las estrellas. Así sabía si se encontraba en un rincón u otro de la isla. Era un espectáculo distendido aquel largo paseo entre árboles negros.
Sus siluetas se dibujaban en la oscuridad con una precisión de decorado y, si el viento no les hubiese azotado las mejillas, si el runruneo regular del motor no se hubiese extendido por todo el valle, las horas entre los Vii habrían sido irreales. Ningún alma, ningún ser viviente. Sólo, a lo lejos, las luces de la ciudad, que se escapaban a veces entre las ramas.
Ninguno de ellos habría sabido decir qué era lo que le gustaba de aquellos paseos monótonos. Quizá su monotonía. Las noches eran, allá arriba, en la ciudad, agobiantes, polvorientas, llenas de ruidos, perros ladrando, gramófonos y músicos ambulantes. Sin embargo, allí, entre los Vii, la noche estaba intacta, su misterio vegetal se hallaba entero.
Detenían el coche en mitad del bosque y bajaban para dar unos pasos. Cuando cesaba el ruido del motor, la quietud del lugar se volvía inmensa y, al oírla, Adriana se decía que oía el mismísimo sueño de la tierra. Se apoyaba totalmente contra un árbol dejando que su cuerpo cayera como un tronco pesado. Sentía que allí, en aquel lugar, con su vestido blanco movido por el viento, con la cabeza inclinada sobre el hombro, con sus delgadas manos acariciando la corteza áspera del árbol, ella entraba en la grandeza de la noche como un pequeño detalle, como un pequeño adorno.
A sus pies, tendido sobre la yerba, Gelu jugaba con los zapatos de ella, le besaba las rodillas, paseaba sus mejillas a lo largo de sus resbaladizas medias de seda. Le gustaba notar a Gelu junto a ella y habría permanecido así horas enteras con él, en plena noche. Pero pronto se oía acercarse la risa viva de Cecilia, la cual había desaparecido con Victor detrás de los árboles; era la señal de partida. "



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