Lincoln en el bardo (fragmento)George Saunders
Lincoln en el bardo (fragmento)

"El ser de la derecha sostuvo el espejo en alto frente al hombre de la barba roja. El tipo de la izquierda le metió la mano al de la barba roja dentro del pecho con un movimiento hábil y cierto aire de disculpa, le extrajo el corazón y lo colocó sobre la balanza.
El ser de la derecha comprobó el espejo. El de la izquierda comprobó la balanza.
Muy bien, dijo el emisario de Cristo.
Nos alegramos mucho por ti, dijo el ser de la derecha, y no puedo describir de forma adecuada el sonido de regocijo que en aquel momento arrancó ecos por todo lo que yo ahora entendí que era un reino enorme que se extendía en todas direcciones del palacio.
Se abrieron entonces de golpe unas puertas gigantescas de diamante situadas en el otro extremo del salón, revelando otro salón todavía más enorme.
Dentro de aquel otro salón divisé una carpa de la seda blanca más pura (aunque describirla de esta forma es mancillarla, porque aquello no era seda terrenal, sino una variedad superior y más perfecta de la cual nuestra seda no era más que una imitación risible), dentro de la cual estaba a punto de celebrarse un gran banquete, y sobre una tarima elevada estaba sentado nuestro anfitrión, un rey magnífico, y al lado del asiento del rey había una silla vacía (una silla espléndida, con un tapizado que habría sido de oro si el oro se tejiera con luz y si cada partícula de esa luz rezumara alegría y el sonido de la alegría), y entendí ahora que aquel asiento era para nuestro amigo de la barba roja.
Aquel rey del salón interior era Cristo, y (ahora lo vi), aquel príncipe emisario que estaba sentado a la mesa también era Cristo, disfrazado o bien en una emanación secundaria.
No puedo explicarlo.
El hombre de la barba roja atravesó las puertas de diamante con sus característicos pasos cadenciosos y las puertas se cerraron detrás de él.
En mis casi ochenta años de vida, yo nunca había experimentado un contraste mayor ni más amargo entre la felicidad (la felicidad que yo había sentido gracias a un mero vislumbre de aquella carpa exaltada, incluso desde tanta distancia) y la tristeza (yo no estaba dentro de la carpa, y ahora incluso unos pocos segundos fuera de ella parecían una eternidad espantosa).
Empecé a llorar, igual que mi amigo del traje fúnebre de Pensilvania. "



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