Tiempo de espera (fragmento)Elizabeth Jane Howard
Tiempo de espera (fragmento)

"La chica miró a su alrededor. La noche anterior todo le había parecido de lo más romántico: la enorme cama de matrimonio, las lamparitas de mesa de seda rosa, las sedosas y tupidas cortinas, el tocador con tres espejos y taburete revestido de brocado... En ese momento, en cambio, la habitación le pareció desoladora, desordenada e incluso sórdida. Las sábanas engurruñadas, las almohadas hundidas, los despojos de la bandeja del desayuno al pie de la cama —una pila de migas y platos grasientos, el cubrebandeja manchado de cercos de café—, los polvos derramados sobre el tocador y las toallas mojadas, una —la de Edward— tirada por el suelo, y la otra —la suya—, sobre el taburete… Las cortinas, descorridas, enmarcaban unas vistas claras e inhóspitas del aparcamiento, y observó que la tupida alfombra sobre la que había disfrutado caminando descalza la noche anterior no estaba, a decir verdad, demasiado limpia. Sabía que estaba casado; más sincero no había podido ser. Le parecía el hombre más sincero que había conocido en toda su vida. Aquellos ojos azules que te miraban tan serios cuando te decía las cosas, incluso las más difíciles, como lo de su matrimonio… Se estremeció solo de imaginárselo mirándola. «¿Estás segura de que quieres?», le había dicho en el coche mientras se dirigían al hotel después de cenar. Pues claro que había querido. No le había dicho que jamás lo había hecho. Siempre había pensado que no lo haría hasta que se casara, que la primera vez sería en su noche de bodas; se esperaría a conocer a su «Comandante Azul», como decían las chicas de su unidad. Ahora comprendía que lo único que había estado esperando era enamorarse…; lo demás no tenía importancia. A Edward se le habían roto un poco los esquemas al descubrir que era su primera vez. «Ah, preciosa… No quiero hacerte daño», había dicho, pero se lo había hecho. Le habían encantado sus besos y había sido francamente excitante que le tocase los pechos, pero el resto había sido muy distinto de lo que se había imaginado. La tercera vez no le había dolido de la misma manera; adivinaba ya que acabaría por no dolerle nada. Lo que se le hacía tan increíblemente excitante era sentirse deseada…, o, al menos, sentirse deseada por un hombre tan atractivo como Edward.
Estaba delante de la ventana con el espejito de bolsillo, intentando perfilarse la boca con el pintalabios, pero el bigote de Edward le había irritado la piel de alrededor y el resultado fue un borrón rojo. Se frotó el labio superior y la barbilla con los polvos blanquísimos que usaba para maquillarse. Más no podía hacer. Ahora tocaba salir de la habitación, bajar en el ascensor, cruzar el vestíbulo con paso firme (sin mirar a nadie) y salir al coche. Se estiró la corbata, se caló la gorra, se echó la bolsa al hombro y salió muy tiesa. "



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