El bosque de Ancines (fragmento)Carlos Martínez-Barbeito
El bosque de Ancines (fragmento)

"Hablaba bajo y con la vista en el suelo como si tratase temas nefandos, pero a doña Pacucha no le costó gran trabajo descender del paraíso en que estaba desde hacía una hora y se avino de buena gana a buscar los dineros que hiciesen falta para la gran aventura.
Cuando revolvía en los cajones de su cómoda y en el bufete de su tío, subió Querubina, y al verla en tal apuro levantó la saya dejando escapar una bocanada de aire caliente con tufo a bravío, escarbó afanosamente en las entretelas, murmurando algo ininteligible, hasta que encontró su tesoro: doce reales envueltos en lo menos veinte papeles, que ofreció a la señorita, al tiempo que la abrazaba como si fuera a quebrarle la cintura; y arrojando por boca y narices un turbión huracanado que quería ser sollozo, le estampó en la mejilla dos o tres besos retumbantes que sonaron como latigazos, o al menos tal parecieron al buhonero, que los oía desde la cocina a través del cañón de la escalera.
Bajaron ama y criada, suspirando enternecida la una y sorbiéndose lágrimas y mocos la otra, y Benito sumó rápidamente la cantidad que le era mostrada; no estaban mal los ahorros de doña Pacucha y la ofrenda de Querubina era innecesaria, ¿pero quién se arriesgaba a desairar a la sentimental gorila?
Benito había pensado en partir con la sedicente doncella —el demonio sabría si lo era o no; a Benito, maldito lo que le importaba— al día siguiente con la alborada y pernoctar hasta entonces en el hórreo de la huerta, bien mullida la cama de hoja de maíz; pero, al saber que el señor Abad no vendría hasta la noche, juzgó preferible salir en cuanto se pudiera, no sólo para ganar las asperezas de la sierra antes de que doña Pacucha fuese echada de menos, sino para evitar el riesgo de ser visto por algún aldeano, cosa bien probable, so pena de recluirse desde aquel momento hasta el amanecer dentro del angosto hórreo. Propuso a la enamorada el adelantamiento de la partida y ella nada tuvo que oponer, resuelta como estaba y acalorada aún por el entusiasmo de saberse elegida entre todas las mujeres para un destino tan señalado como era el de protagonista de una novela de amor y aventura.
Así, pues, se dispusieron a la huida; doña Pacucha escribió unas inspiradas líneas a su tío, tan tiernas que a ella misma la conmovían, si bien no estaba segura de que otro tanto ocurriese al eclesiástico; reunió el petate que debía llevar, incluido el joyero de su madre, que comprendía un aderezo de oro bajo y esmaltes, dos sortijas engastadas de diamantes y un dije de collar; calzó unas cómodas botas de vieja, hizo las últimas recomendaciones a Querubina —que serían o no cumplidas, según las entendiese o no— y abrazando tiernamente su pesada mole, que emitía roncos sonidos inarticulados, abandonó la casa.
Al llegar a la loma donde empezaba el camino de la serranía, se volvió como una sabina raptada a mirar los patrios lares y con trágico ademán de despedida tendió una mano flotante a aquella casa, que no era la suya ni la de sus padres, sino el transitorio correccional de sus extravíos, pero que en aquel momento sublime le parecía el castillo de sus antepasados donde la retenían la tradición y el despotismo, hasta que el amor la arrebataba en sus alas, como arrebata una tromba de aire la hoja desprendida de un árbol en otoño.
Se enjugó los ojos llorosos y siguiendo a su raptor empezó a descender la otra vertiente de la loma; bien pronto se perdió de vista, para reaparecer a lo lejos, camino de Castilla, creía ella, pero en realidad camino del bosque de Ancines, donde sus huesos permanecerían blanqueando al sol y refrescados por la lluvia hasta el día de la resurrección de la carne. Corina no volvería a alegrar la rectoral de Vilouzás; quedaba enmudecida para siempre “en medio de las flores, — flores, flores, — cual hija del amor, — sí, del amor”. "



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