El maestro de escuela (fragmento)Ángel Rodríguez Chaves
El maestro de escuela (fragmento)

"Allí la vida se deslizaba con tan desesperante monotonía que no notábamos más diferencia entre un día y otro que la mayor o menor proximidad del domingo, aquellas veinticuatro horas felices en que no quedaba un nido en los árboles ni una zarzamora en los setos.
A la misma hora entrábamos en la escuela, formados en correcta fila, repitiendo con soñolienta canturía la oración dominical; a la misma hora cantaban a coro los pequeñuelos el a, e, i, o, u; a la misma hora nos entregábamos los mayores a la difícil tarea de trabar palotes y rasguear curvas; y sin discrepar en un minuto siquiera, dábamos nuestras lecciones de catecismo, gramática y aritmética, y después de besar respetuosamente la mano del maestro salíamos a la calle como bandada de pájaros, a la que compasiva o impremeditada mano hubiera abierto la puerta de la jaula.
El más perfecto de los cronómetros modernos no hubiera podido sostener competencia de regularidad con aquel vetusto artificio, en el que la rueda a que estaban subordinadas las demás de la máquina parecía incapaz de descomponerse.
Sin darnos cuenta de ello, para nosotros el maestro era un astro que tenía marcadas con tanta precisión en la órbita que describía las horas de su orto y de su ocaso, que más natural hubiéramos encontrado que el sol se detuviera en mitad de su curso que no que él descuidara un solo segundo el más insignificante detalle de sus trascendentales funciones.
Sin embargo, la prueba de que la infalibilidad no existe en lo humano, es que de repente todo cambió. El que siempre había tenido puestos sentidos y potencias en que nada discrepara un punto, se olvidó completamente del cumplimiento de sus deberes.
[...]
Después ya nadie volvía a ocuparse de aquel incidente. Lo que preocupaba a todos era la llegada de los franceses.
Por fin los primeros albores de la mañana convirtieron los vagos temores en desconsoladora realidad.
Los ruidos que entonces se oían no podían confundirse con otros. Primero las ruedas de la artillería sacando de su lugar los guijarros del camino; después el trote, y más tarde el piafar de los caballos, y por último, el acompasado son de los ferrados zapatos de la infantería hundiéndose en el fango y quebrando el hielo de los arroyos, llegaron a nosotros tan distintamente que ya no hubo lugar a la duda. Entonces sí que con razón podía decirse: ¡Ya están ahí!
Media hora después, con efecto, la división francesa entraba en el pueblo.
La resolución del alcalde no podía haber sido más acertada. Aun contando con grandes recursos, resistir a tan imponentes fuerzas hubiera sido tan temerario como inútil. Aquel era un verdadero ejército que ciudades bien defendidas no hubieran podido rechazar.
Prueba de ello fue que las boletas de alojamiento solo alcanzaron a jefes y oficiales. La tropa no tuvo otro recurso que acampar en las eras.
Los vecinos todos aceptaron con la resignación de la impotencia a sus huéspedes. Estos, que debían venir rendidos de una gran marcha, solo pensaron en descansar. El último que quedó en la plaza fue el general que mandaba la división, rodeado de su estado mayor y de una numerosa escolta.
Por un azar de la suerte, a aquel veterano de las guerras de la República le tocó alojarse en la escuela, y a ella se dirigió precedido de unos cuantos soldados. "



El Poder de la Palabra
epdlp.com