La isla de los condenados (fragmento), de El oficio de los santosFederico Andahazi
La isla de los condenados (fragmento), de El oficio de los santos

"Desde la ventana de mi celda he visto caer la lluvia sobre la lluvia de ayer y la de antes de ayer y sobre la de la semana pasada. Ha llovido sin pausa sobre las cúpulas de la Intendencia y sobre el campanario que hace años se quedó sin su campana y sobre el mirador del Asilo de Pobres y Alienados y sobre los galpones del saladero y sobre las copas de los paraísos y los cadáveres y los rescoldos de vida de los que aún estamos vivos, aunque, claro, es un decir. He visto caer la lluvia sobre la lluvia, que agrega peste a la peste. He visto caer los muertos sobre los muertos.
Cuando me disponía a dar la última mirada a este mundo y dormir, he creído ver, más allá del monte donde hasta hace poco había pampa y hoy no hay más que un inmenso charco fétido que ahoga el horizonte, he creído ver, digo, la lejana figura de un hombre junto a un caballo. Pese a que estaban quietos, los veía cada vez más próximos. Con la convicción de que se trataba del capricho de una inteligencia afiebrada y agonizante, no despegué la vista de aquellas figuras y, entonces sí, pude distinguir con certeza la traza de Alfonso Pereda. Me resistí a creer en lo que veía, pero el grito desaforado que vino del mirador del asilo, confirmó mi visión. Como si se tratara de la alucinada materialización de mis anhelos, pude ver una balsa hecha con troncos que traía de vuelta a Alfonso Pereda a esta isla hecha de espanto como un Mesías desarrapado y moreno.
Con el agua hasta donde les daba la caña de las botas algunos, hundidos hasta las orejas otros, todos los que aún podíamos mantenernos en pie salimos a su encuentro todavía antes de que amarrara la balsa a la rama de una casuarina que asomaba su copa por sobre el agua; antes todavía de que acomodara las alforjas sobre las ancas del caballo y montara en él.
Todavía antes de que se apeara frente a la entrada de la cárcel, me acerqué y le devolví el fusil que me había encomendado antes de partir. Sin siquiera mirarme, puso pie en tierra, volvió a tomar las alforjas y, sin que mediara palabra, apuró el paso hasta la puerta, cruzó el patio de piso de ladrillo sorteando cadáveres y enfermos que le extendían los brazos. Atravesó el pabellón sin dejar de mirar al frente y cuando hubo llegado a la segunda barraca, aquella que habíamos convertido en enfermería, fue derecho hasta donde yacía Ceferino Ramallo. Le alzó la cabeza sobre la mano, mientras con la otra destapaba el frasco que acababa de sacar de las alforjas y le dio de beber. No se movió de su lado hasta que abrió los ojos y solo entonces miró el tendal de enfermos que le extendían los brazos. "



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