Canción dulce (fragmento)Leïla Slimani
Canción dulce (fragmento)

"Jacques murió tres meses después. Se fue secando como una fruta abandonada al sol. Nevaba el día del entierro y la luz era casi azul. Louise se quedó sola.
Inclinó la cabeza ante el notario que le explicó, consternado, que Jacques no dejaba más que deudas. Ella le miraba fijamente el bocio, aplastado por el cuello de la camisa, y simuló aceptar la situación. De Jacques solo heredó pleitos frustrados, juicios y facturas pendientes. El banco le dio un mes para abandonar la casita de Bobigny, que iba a ser embargada. Embaló la mudanza sola. Recogió cuidadosamente las pocas cosas que Stéphanie había dejado tras su marcha. No sabía qué hacer con las pilas de papeles que Jacques había acumulado. Pensó en quemarlos en el jardincito, y, con una pizca de suerte, las llamas lamerían las paredes de la casa, las de la calle, incluso las de todo el barrio. Y así, esa parte de su vida se esfumaría también. No le disgustaría nada. Se quedaría allí, discreta e inmóvil, observando cómo las llamas devorarían sus recuerdos y sus largas caminatas por las calles desiertas y sombrías, sus domingos de hastío pasados entre Jacques y Stéphanie.
Pero levantó la maleta del suelo, cerró la puerta con dos vueltas de llave y dejó en el vestíbulo de la casita las cajas de recuerdos, la ropa de su hija y los chanchullos de su marido.
Esa noche durmió en un hotel y pagó por adelantado una semana. En la habitación, se hacía bocadillos que comía delante de la televisión. Chupaba galletas de higos que dejaba derretir en la lengua. La soledad apareció como una grieta inmensa en la que se vio engullida. La soledad se adhería a su carne, a su ropa, empezó a modelar sus facciones y convirtió sus gestos en los de una viejecita. La soledad se le reflejaba en el rostro al atardecer, cuando cae la noche y los ruidos se alzan de unas casas donde las personas viven acompañadas. La luz disminuye y llega el rumor, las risas y los jadeos, incluso los suspiros de aburrimiento.
En aquella habitación, en una calle del barrio chino, perdió la noción del tiempo. Extraviada, ausente. El mundo entero se había olvidado de ella. Dormía muchas horas y se despertaba con dolor de cabeza y los ojos hinchados, a pesar del frío que reinaba allí. Solo salía en caso de extrema necesidad, cuando el hambre se volvía apremiante. Caminaba por la calle como en el decorado de una película, en la que ella no figuraba, espectadora invisible del movimiento de los hombres. Todos parecían saber adónde iban.
La soledad actuaba como una droga de la que no sabía si quería prescindir. Deambulaba por las calles, como ida, con los ojos desencajados hasta hacerle daño. En su soledad, se puso a observar a las personas. A observarlas de verdad. La existencia de los demás se volvía palpable, vibrante, más real que nunca. Escrutaba, en sus menores detalles, los gestos de las parejas sentadas en las terrazas de los cafés. Las miradas furtivas de los ancianos abandonados. Los ademanes afectados de las estudiantes que fingían repasar apuntes sentadas en el respaldo de un banco. En las plazas, frente a una boca del metro, reconocía el extraño vaivén de los que se impacientan. Esperaba con ellos la llegada de la persona con quien estaban citados. Cada día se topaba con compañeros en el infortunio, que hablaban solos, dementes, mendigos.
La ciudad, en aquellos tiempos, estaba habitada por locos. "



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