El rey de las hormigas (fragmento)Zbigniew Herbert
El rey de las hormigas (fragmento)

"Ésta es una historia simple y vieja como el mundo: una Gran Dama se enamora de un jovenzuelo de extracción social humilde. La literatura universal ha tratado lo bastante todas las variantes de esta situación tan delicada. En el caso presente, hay una complicación adicional: la dama es la diosa de la Luna, y el objeto de sus afectos, un cazador. La vertiginosa desproporción entre sus respectivos rangos sociales no augura nada bueno.
He aquí que se acerca el veloz anochecer jónico: Endimión, cansado tras una jornada de caza, se acuesta en una vertiente del monte Latmos y, arrebujado en la fragancia del tomillo, la granza y el espliego, se sumerge en un sueño profundo. Entonces Selene, que efectúa su rutinaria ronda por la bóveda celeste nocturna, columbra su pequeña silueta que parece la de un niño caído de la cuna: el rostro girado confiadamente hacia el cielo, la boca abierta y los brazos abiertos. En un acceso repentino de ternura, se apea de su carro, se acerca al muchacho y pasa con él un rato inolvidable.
¡Qué lástima que la cosa no acabara aquí! Habría sido un tema inspirador para los talladores de relieves pequeños, especialmente de camafeos, ¡sí, de los camafeos de ónice grabados en hueco que opalizan con luz mortecina, no ocultando bajo su superficie lisa y lechosa un gran misterio, sino apenas un secretito nocturno!
A la mañana siguiente de aquel episodio que se empecinó en ser algo más que un episodio, Selene compareció ante Zeus, que acababa de volver de una correría nocturna no del todo confesable y, muy malhumorado, se disponía a despachar los asuntos pendientes. Selene, más pálida que de costumbre, apenas podía dominarse.
[...]
Trata de comprenderlo. Endimión lleva sobre su piel el olor de las hojas de haya, de las agujas de pino, del agua, de la canícula, de las yemas resinosas y del musgo milenario, la dulce fragancia de las frambuesas, el acre perfume del enebro, el indefinible aroma de las conchas de quitina, la fresca acidez de los hormigueros, y también el hedor de los animales que mata, el tufo de su pelaje, su sangre y su miedo. Y muchos otros olores que no sé nombrar. Me dirás, Zeus, que esto no es nada extraño en alguien que, por razón de su oficio, vive tan cerca de la naturaleza. De acuerdo. Pero lo que te estoy diciendo no es más que la superficie, la parte exterior de la concha marina en cuyo interior reside el olor del verdadero Endimión, un olor indescriptible y distinto de todos los demás, lo que se denomina coloquialmente «su olor característico».
Zeus la escuchó emocionado. He aquí un callejón de la realidad que los dioses evitaban transitar: los aromas, los olores. Había pasado ya la época en la que los habitantes del cielo caminaban obedientemente en pos de los nómadas y se aferraban a ellos, olfateando con las narinas dilatadas la chamusquina de las ofrendas de carne y grasa, una evidencia humeante de su existencia, la única prueba volátil de su utilidad, antes de que la teología y la poesía les erigieran monumentos más duraderos, más sutiles y más indispensables. Ahora, en el Olimpo prevalecían los olores pálidos, marmóreos, sublimes, abstractos más que concretos, o, lisa y llanamente, insípidos y anodinos. Zeus pensó: «Hemos renunciado a las sensaciones olfativas demasiado a la ligera; tal vez tengan la propiedad de potenciar otras percepciones, de modo que quizá valga la pena introducir en el palacio de los inmortales aromas penetrantes, excitantes e incluso blasfemos. "



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