La provocación (fragmento)Ismaíl Kadaré
La provocación (fragmento)

"Realmente todos nosotros, y no solo yo, nos quedamos de piedra cuando vimos a la herida. Sin embargo, no sucedió nada raro, salvo que los soldados del dormitorio número dos, en uno de cuyos catres la depositamos, cortaron aquella noche las bromas que normalmente se gastaban entre ellos antes de dormir y en el dormitorio reinó el silencio. Sabía que no resultaba fácil instalar a una joven extranjera en medio de los soldados, pero yo me fiaba de mis camaradas como de mí mismo. ¿Quién diablos sería? Por su cara era difícil de adivinar. Bien podía ser una de aquellas mujeres ligeras, como las que habían traído año y medio antes, en verano, pero también podía ser miembro de las organizaciones nacionalistas patrióticas, como las del diciembre anterior.
Pasaron así algunos días gélidos. Ahora, durante la noche, se oían en lontananza los aullidos de los lobos, que, al parecer, recorrían en manada las montañas. Nosotros destacábamos de continuo patrullas a lo largo de la línea fronteriza, mientras que a los de enfrente ni se les sentía. Se daba el caso de que ya ni apostaban un centinela en la atalaya y, como en las noches reinaba una completa oscuridad, llegó a parecernos que todos ellos estaban muertos. Pero, una semana después de que nos trajeran a la mujer herida, me informaron de que alguien se acercaba de nuevo a la frontera con bandera blanca. El enfermero quería visitar a la herida. Me encolericé. La idea de que pretendían aprovecharse de la joven herida para introducirse en nuestro puesto me martilleaba en la cabeza. Me recordaba la historia del clavo de Nastradin; lo había clavado, como si tal cosa, en la pared de una casa en construcción y, acabada la obra y con la casa llena de gente, se presentaba cuando le apetecía a colgar la chaqueta de su clavo. Pero aquí se trataba de algo mucho más serio. Ahora bien, al haber admitido a la muchacha herida, no hallaba el modo de impedir que el enfermero visitara a su compatriota. Sin devanarme demasiado los sesos (el enfermero seguía a la espera en medio de la nieve en tierra de nadie, con aspecto doliente y temblando de frío), le permití atravesar la frontera, pero, en cuanto penetró en nuestro territorio, le ordené entregar las armas. Le entregó la metralleta y el puñal a uno de nuestros soldados y después se encaminó rápidamente al puesto.
El enfermero estaba pálido y sin afeitar. Su rostro denotaba las huellas de la bebida y el tedio. Habló durante media hora con la enferma y después se marchó, tras recuperar su metralleta y su puñal. "



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