Se vende un hombre (fragmento)Ángel María de Lera
Se vende un hombre (fragmento)

"Pasé unas semanas entre la vida y la muerte, viviendo por falta de valor para quitarme la vida, pero muriendo por dentro como un cobarde, miserablemente. Mi madre, que adivinó mi sufrimiento, trató de consolarme a su manera, ignorante de lo que es una locura como la mía, cómo podía ella saberlo. «Una mujer que entretiene a un hombre a esas horas, no puede ser buena, hijo. No te preocupes. Conocerás a otras mujeres, muchas mujeres, y tendrás la que quieras, como Dios manda, ya lo verás». Yo comprendí la razón de mi madre, porque ella era un ángel y agua clara, pero yo estaba envenenado y sabía que hasta que se me limpiara la sangre, si ello era posible, que pensaba que no, no podría vivir tranquilo ni mirar a ninguna otra mujer. Y como la vida no se acaba cuando uno quiere, viví.
Las navidades de aquel año no las olvidaré nunca. Trabajé en la tienda hasta el aniquilamiento, hasta asustar al señor Plácido: «Muchacho, que te vas a matar. Olvídala ya, que no vale tanto como tú», porque era el único modo de librarme de las visiones que me perseguían, de las visiones de Maribel desnuda, mirándome, riendo, ofreciéndoseme… La odiaba, creo que la odiaba, pero no podía con ella. Volvía a casa por las noches deshecho, insensible, sin más ilusión que la de dormir, y caía en la cama como una piedra. Apenas entendía las cosas que mi madre me decía al verme llegar así, tan agotado. Sólo algunas frases, que pasaban por encima de mí como una niebla huidiza. «Don Saturio… Ahora, por las mañanas, se detiene al pie de la escalera y grita… ¿Qué postres quieres que te traiga hoy, Gerarda? ¿Helados, pasteles, tarta? Su mujer sale al rellano, vestida con un quimono de seda a colorines, fumando un cigarrillo en una larga boquilla de marfil… ¡Helado de fresa, Saturio!… Dicen que don Saturio lleva eso de las divisas en su Banco…».
La víspera de Nochebuena volví de madrugada, molido, casi muerto de cansancio, y me encontré el cuchitril atestado de grandes cestas de navidad, repletas de jamones, golosinas y licores de marca, de las primeras firmas comerciales de la ciudad. Miré las tarjetas. Todas iban dirigidas a don Saturio Dodero. ¿Qué hacían allí? O no cabían ya en el piso de don Saturio más aguinaldos, o las había recogido mi madre a última hora. De cualquier manera, aquella ostentación provocativa pregonaba la desvergüenza del gallego. ¡Qué asco! Apagué la luz del cuchitril y entré en la cocina para tomarme el vaso de leche de todas las noches y me extrañó no oír la voz de mi madre. No sé por qué dio un fuerte aletazo mi corazón. La llamé y no me respondió. Entonces, con una garra dentro que me oprimía dolorosamente, me asomé a la alcoba. Allí estaba el bulto de su cuerpo sobre la cama, pero no oí su respiración, y encendí la luz. Mi madre yacía boca arriba, con los ojos y la boca abiertos… «¡Madre!». ¡Qué olor a sangre! ¡Qué mareo de sangre! ¡Qué horror de sábanas y colchón empapados en sangre! ¡Qué espantosos gritos míos! ¡Y qué de rostros asustados a mi alrededor! «Salga de ahí. Un médico, pronto». "



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