El roce del tiempo (fragmento)Martin Amis
El roce del tiempo (fragmento)

"Cuando nos declaramos incondicionales de la obra de un autor –sí, incluso cuando lo proclamamos con la mano en el corazón–, siempre falseamos un poco la verdad. Lo que queremos decir realmente es que nos encanta –más o menos– la mitad de la misma. A veces bastante más que la mitad; a veces, bastante menos. La presencia colosal de Joyce se debe en gran medida al Ulises, con una pequeña ayuda de Dublineses. Uno podría desechar las tres tentativas de narrativa larga (inacabadas por él, inacabadas por nosotros) sin atenuar lo más mínimo su originalidad sísmica. George Eliot nos brindó un libro muy legible, que andando el tiempo se convertiría en la novela anglófona por excelencia. Cada página de Dickens contiene un párrafo que nos encanta y un párrafo que nos repele. Coleridge es autor de apenas dos poemas memorables (y coautor de un tercero). Milton es El paraíso perdido. Hasta mi escritor preferido, William Shakespeare, que normalmente escapa a toda generalización, sucumbe a esta ley. Echen si no una ojeada al índice de sus obras y comprueben lo poco que les apetece releer sus comedias (Como gustéis no es como nos gusta). ¿Y quién se haría un ovillo voluntariamente en un sofá con El rey Juan o con Enrique VI: tercera parte en las manos?
Los proustianos afirmarán categóricamente que En busca del tiempo perdido es inmejorable de principio a fin, pese a los pasajes mortalmente largos y tediosos. Y los incondicionales de Jane Austen nunca admitirán que tres de sus seis novelas son –comparativamente– más bien flojitas (me refiero a Sentido y sensibilidad, Mansfield Park y Persuasión). Quizá las únicas excepciones verdaderas del patrón cincuenta-cincuenta sean Homero y Harper Lee. Nuestra labor, aquí, es la evaluación literaria, de modo que se ha de dar por sentado que todo lo que digo no es sino una opinión, inverificable e infalsificable (lo cual hace el terreno aún más inestable). Pero yo –erre que erre– sigo sospechando que solo los eruditos, o los académicos, son capaces de «tragarse» la obra completa de un autor. Los escritores son puntillosos; los lectores son muy suyos. Así son las cosas. Uno ha de rendirse y acudir al dictum de Kant sobre la madera torcida de la humanidad o a la sugerencia de John Updike de que los seres humanos no somos sino «bendiciones a medias». A diferencia de los héroes y heroínas de La abadía de Northanger, de Orgullo y prejuicio y de Emma, lectores y escritores no tienen la misión expresa de resultar perfectos los unos con los otros.
Me encanta la obra de Don DeLillo. Y con ello quiero decir que me encanta Fin de campo (1972), Fascinación (1978), Ruido de fondo (1985), Libra (1988), Mao II (1991) y las partes primera y última de Submundo (1997). El arco de su luminoso talento, a mi juicio, alcanzó su apogeo hacia el final del milenio pasado y luego retrocedió en parte hasta sumirse en la opacidad y en el enigma. ¿Qué sucede, entonces, cuando leo La estrella de Ratner (1976), Los nombres (1982) o Cosmópolis (2003)? Los novelistas podrían asemejarse a guías turísticos onmicompetentes, porque dan lustre y vivifican las maravillas de los terrenos no familiares, los mercados, los museos, los salones de té y las bodegas de vino, los jardines, los templos. Luego, sin advertencia alguna, el solícito cicerone se convierte en un taxista bribón y parlanchín y te embarca en unos derroteros siniestros (en los alrededores del aeropuerto y a altas horas de la noche). Los grandes escritores nos pueden llevar adonde quieran, pero la mitad de las veces nos llevan adonde no queremos ir. "



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