El vaso de plata (fragmento)Antoni Marí
El vaso de plata (fragmento)

"La abuela había muerto a una edad avanzada, sin padecer de ningún mal. El corazón fuerte, el hígado en perfecto funcionamiento, el estómago sin problemas. Las piernas, las piernas era lo único de lo que se resentía. Sin embargo nadie se muere de las piernas. Murió de nada, de vieja, de cansancio, de ganas de ir a hacerle compañía a su esposo, mi abuelo, que había muerto cuando mi padre apenas había cumplido los dos años.
Entre la muerte de la abuela y la de su marido pasaron cincuenta y cinco años.
Cincuenta y cinco años recordando a su joven esposo, muerto de repente, del corazón, en sus brazos, mientras se columpiaba debajo del algarrobo, en la finca que acababa de heredar de su padre. Cincuenta y cinco años recordándolo, hablando de él, idealizándolo, y manteniéndolo presente en su memoria, en su casa y en su vida. Era muy alto, decía, muy guapo, serio pero tan amable, tan distinguido, el más distinguido de toda la familia, a su lado Eustaquio era un patán. Cuidadoso y limpio, siempre arreglado. Siempre con la indumentaria idónea para cada ocasión. De una elegancia natural que desconocía la ostentación. No era vanidoso. Sin embargo sabía cuidar siempre las formas, las del vestir y las otras.
Sobre la mesita de noche tenía la abuela su retrato de boda. Él, de negro, en chaqué de lana inglesa, decía, muy suave y muy fina, que abrigaba aunque apenas pesara. La camisa con las puntas del cuello formando triángulos equiláteros perfectos. Compramos la pechera en Londres, decía, de celuloide, podía lavarse y siempre tan tiesa, como almidonada, mucho mejor que almidonada. Ella, con un traje de organdí, por supuesto blanco, una larga cola que el fotógrafo había recogido a sus pies, abierta y desplegada como un abanico. Un ramo de nomeolvides que sostenía en la mano derecha y que caía con pequeñitas cintas de satén blanquísimo. Estaban muy guapos, tal vez con la belleza de los rostros perplejos.
El abuelo fue enterrado con el traje de boda, que sólo había podido llevar en otra ocasión. Ahora podría lucirlo toda la eternidad. Había sido decisión de la abuela. Que lo entierren con el traje de boda, que a mí me enterrarán con el mío.
Así lo decidí cuando amortajaba a tu abuelo. Con el velo y la cola, y con el ramillete de nomeolvides que guardo en la caja sombrerera del ropero.
Era un ropero de caoba oscura altísimo, como una catedral, con una luna biselada que siempre me pareció inmensa, rematado por una especie de almenado fantasioso e indescriptible. Allí guardaba el traje de novia, el velo, las enaguas, los zapatos, las medias de seda, las puntillas, los satenes, las cintas, las joyas, sencillas y bellísimas, que lució el día de sus nupcias. Creo que la abuela, a la que le gustaban los libros, había leído Great Expectations de Charles
Dickens, pues a mí siempre me había recordado a la desgraciada señorita Havisham, quien, vieja ya, todavía aguardaba, vestida de novia, la llegada de su prometido, que no había acudido a la boda.
Hacía buen tiempo. Un sol primaveral iluminaba el verdor espeso de los cipreses. Los nietos llevamos a hombros el ataúd de la abuela hasta la capilla familiar, una especie de mausoleo que compró nuestro bisabuelo para que toda la familia reposara bajo el mismo techo. Tras una reja de hierro, adornada con la forma de un copón eucarístico que se repite innumerablemente, se accedía a una pequeña sala presidida por un altar, debajo del cual estaba enterrado el abuelo, detrás de una lápida en la que figuraban su nombre y las fechas de su nacimiento y de su muerte, y que dejaban un espacio vacío para que se inscribieran junto al suyo el nombre y las fechas de su esposa. En el suelo, cerrada por una reja con los mismos motivos ornamentales de la entrada había una escalera empinadísima por la que se descendía a una cripta donde reposaban los restantes miembros de la familia. "



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