Setecientos millones de rinocerontes (fragmento)Manuel Vilas
Setecientos millones de rinocerontes (fragmento)

"La primera vez que cenamos juntos fue en un restaurante japonés. Estuvimos toda la cena casi sin hablar, usando monosílabos. Luego, dimos un paseo. E inesperadamente, comenzó a nevar. Estábamos en Madrid, y en contadas ocasiones nieva en Madrid. Me acompañó hasta mi casa, y cuando nos íbamos a despedir, habló: «Poseo bienes inmuebles, heredados de mi familia, una familia de origen francés, tengo cuentas en Suiza, poseo inversiones en bolsa, poseo varias casas: en Madrid, en Londres, en Nueva York, en Berlín, no me dedico a nada, más que a ordenar mi fortuna, cosa que me lleva muy poco trabajo, porque mi padre me asesora en todo».
No esperó a que yo le contestara. Me dio un beso en los labios, muy suave y leve, y se marchó. Yo no quise retenerlo.
Desde que se marchó para siempre, evité el trato con otros seres humanos. La razón no era el desprecio ni el abatimiento, en absoluto. Todo lo contrario. La razón casi era el respeto. Me sentía indigna de merecer palabras y conversaciones de mis semejantes.
No tenía necesidades económicas. Me fue otorgada una pensión de viudedad escalofriante y mi médico me dio una baja indefinida.
En su testamento, además, mi marido me legó una fortuna. Así que me quedé en mi casa.
Llamaron algunos amigos.
Al principio cogía el teléfono. Eran charlas largas, que me dejaban agotada. Creían que estaba deprimida. Querían ayudarme. Es posible que estuviera deprimida. Dejé de atender al teléfono. Y pronto las llamadas fueron desapareciendo. Realmente, él fue quien construyó mi mundo social. Al irse, ese mundo, aunque al principio me atendía, comenzó a olvidarme. No me importó. No me importa.
Hubo quien vino hasta mi casa y llamó a la puerta. Yo no abrí. No era por el duelo o la tristeza o la desesperación. Simplemente, no tenía ganas de perder el tiempo.
Me refiero al tiempo de mi alma.
Quería recordar.
Un arrebato, un deseo enorme de recordar me invadía. Sí, abusaba de los ansiolíticos, y también bebía. Me di cuenta de que podía vivir completamente sola. No omitiré que las razones económicas eran poderosas. Tenía una fortuna a mi disposición y, para colmo, seguía percibiendo mi sueldo íntegro.
Alquilé mi piso y me fui a vivir a la casa madrileña de mi marido. Una casa de cuatro plantas. Una casa en el barrio de Salamanca.
Mi médico me prolongaba las bajas de forma rutinaria. De modo que mi dinero se acumulaba en el banco. Consultaba el saldo de mis cuentas por Internet. Era una viuda enriqueciéndose extrañamente. Veía cómo aumentaban las cantidades de mis cuentas. Esa acumulación de capitales me resultaba excitante por sí misma; no conseguía entenderla. "



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