Jardín (fragmento)Pablo Simonetti
Jardín (fragmento)

"Se había quedado en cama, temerosa de que un brote de tos se transformara en bronquitis. Las ventanas del cuarto miraban hacia un macizo de pitosporos tenuifolium que cubría el muro lindero. El follaje volvía remota la primavera que relumbraba en las calles. Todos los dormitorios tenían la misma orientación. Mientras viví en esa casa, agradecí la frescura de mi pieza en las tardes de calor, pero después de hablar con Fabiola, tomé conciencia de la oscuridad que había cundido a través de los años.
Mi madre ocupaba el lado izquierdo de la cama matrimonial, cercano a las ventanas y alejado de la puerta. Tenía la costumbre de que mi padre ocupara el lado más próximo a la entrada, cualquiera fuese el lugar en que durmieran. Decía sentirse menos vulnerable. Esa tarde se había abrigado con una mañanita blanca, tejida a croché por ella misma. Intenté acercarme para saludarla, pero me detuvo alzando una mano y tapándose la boca con la otra. Luego apuntó con el dedo el sofacito que había puesto ahí para recibir visitas cuando estuviera enferma.
Desde que los hijos nos habíamos ido de la casa, el dormitorio de mis padres había pasado a ser una suerte de confesionario. Las paredes cubiertas de arte religioso confabulaban para crear esa impresión. Sobre la cama pendía un Cristo pintado por un sacerdote amigo de la familia; sobre la cómoda, un par de candelabros de bronce le hacían honores a una Virgen del Carmen de madera; en las paredes, dos íconos rusos acompañaban a las indulgencias plenarias de Juan XXIII, Pablo VI y Juan Pablo II. Era el lugar de las conversaciones más íntimas, donde nuestra madre acogía las diferencias y las flaquezas de sus hijos. Ahí suspendía el juicio, dejaba fuera cualquier idea de disciplina, de rectitud o de rendimiento. Y la misma clemencia regía para ella. El dormitorio la liberaba de la investidura maternal y, tal como podía mostrarse indulgente y magnánima, a veces se aventuraba a revelar sus propios temores y contradicciones.
Quise saber por qué había salido mal la compra de un departamento en la calle Martín Cerda. Quedaba en un primer piso, tenía jardín, se había convertido en la última posibilidad después de un mes y medio de búsqueda. Desecharlo implicaba comenzar todo de nuevo.
En un tono de voz que llamaba a compadecerla, me aseguró que había tenido la intención de cambiarse a vivir allí. Tanto que había pasado por alto que el jardín estuviera hecho a lo bruto, sin ninguna imaginación, con rosas floribundas, lavandas y laurentinas. Tanto que se había resignado a que quedara en otro barrio. ¿No le creía? No tenía más que preguntarle a Franco si es que no le había pedido que fijara una cita para firmar la promesa de compraventa.
Para recibir una última opinión, había invitado a conocer el departamento a la tía Giannina, la única hermana viva de mi padre, una mujer pequeña y encorvada, viuda hacía quince años, con una vitalidad excepcional para una octogenaria. Su mayor virtud consistía en no privarse de decir lo que pensaba, por hiriente que resultara ser. Según mi madre, no había mejor consejo que el suyo. Mientras recorrían los cuartos, el piso se había puesto a vibrar. Les había dado un susto enorme. Por el conserje se enteraron de que debajo del living se hallaba la sala de máquinas del edificio. Y para peor de males ahí iban a parar las bolsas de basura de todos los departamentos. ¿Me la imaginaba yo viviendo en un lugar como ese?
Estuvimos un rato en silencio. Mi madre parecía enfrascada en algún debate interno mientras jugaba a juntar sucesivamente las yemas de sus dedos deformados por la artrosis. Pese al deterioro, para mí sus manos se volvían cada vez más bellas. "



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