Tyll (fragmento)Daniel Kehlmann
Tyll (fragmento)

"Tampoco su pobre Federico se había atrevido a decir nada del cuadro. Y cuando ella, muerta de risa, le había explicado que no era más que una broma y que el lienzo no estaba embrujado, el rey se había limitado a asentir con la cabeza y a mirarla, presa de ciertas dudas.
Liz siempre había sabido que no era precisamente una mente privilegiada. Era evidente desde el principio, pero en un hombre de su rango tampoco importaba mucho. Un príncipe no hacía nada, y casi habría resultado un ultraje que fuera demasiado inteligente. Los que tenían que ser inteligentes eran los súbditos. Él ya era él, con eso bastaba, no hacía falta más.
Así estaba dispuesto el mundo. Había unas cuantas personas de verdad, y luego estaba el resto: una armada de sombras, el gran ejército de figuras de fondo, un pueblo de hormigas que correteaban por la tierra y cuyo elemento común era que todos carecían de algo. Nacían y morían, eran como esas manchas de vida parpadeante que arroja una bandada de aves: si desaparecía uno, apenas se notaba. Las personas importantes eran muy contadas.
Que su pobre Federico tenía pocas luces, además de ser un poco enfermizo, con tendencia al dolor de estómago y de oídos, se había visto ya cuando viajó a Londres a los dieciséis años, todo vestido de armiño blanco y con un séquito de cuatrocientas personas. Y si viajó a Londres fue porque los demás pretendientes habían puesto tierra de por medio elegantemente o no habían formalizado ninguna propuesta en el momento decisivo; primero había dicho que no el joven rey de Suecia, luego Mauricio de Oranien, luego Otto de Hesse. Después, durante un tiempo se estuvo contemplando un plan no poco audaz de casarla con el príncipe del Piamonte, que no tenía dinero, pero no dejaba de ser sobrino del rey de España. El viejo sueño de papá de reconciliarse con España… Solo que los españoles no habían mostrado entusiasmo alguno, y así se habían encontrado con que el único candidato restante era Federico, aquel príncipe elector alemán al que vaticinaban un gran futuro. El canciller del Palatinado pasó meses en Londres, negociando hasta que lograron ponerse de acuerdo: cuarenta mil libras para Alemania a modo de dote de parte de papá a cambio de diez mil libras anuales del Palatinado a Londres.
Tras la firma del acuerdo, había acudido a Inglaterra el príncipe Federico en persona… paralizado por la inseguridad. Nada más empezar su discurso de salutación, había trastabillado, y era manifiesto cuán penoso era su francés, así que, antes de que lo bochornoso pudiera ir a más, papá se había puesto en pie por las buenas y se le había acercado para darle un abrazo. A continuación, los labios afilados y secos del pobre muchacho habían respondido con el beso de saludo que prescribe el protocolo.
Al día siguiente habían hecho una excursión por el Támesis en la barca más grande de la corte, solo que mamá no había querido ir, porque consideraba que un príncipe elector del Palatinado no estaba a la altura. Por más que el canciller asegurase, aportando una serie de certificados ridículos de los juristas de su corte, que un príncipe elector tenía el mismo rango que un rey, todo el mundo sabía que tal cosa era una soberana estupidez. Solo un rey era un rey.
Federico se había pasado la excursión apoyado en la borda, tratando de disimular el mareo. Tenía ojos de niño, pero se había mantenido de pie y tan tieso como solo los mejores preceptores reales son capaces de enseñar. Seguro que eres buen espadachín, había pensado ella; y feo no eres. No te preocupes, habría querido susurrarle Liz, ahora me tienes a tu lado.
Y ahora, tantos años más tarde, seguía siendo capaz de mantenerse tieso como nadie. Sin importar lo que hubiera pasado, hasta qué extremo lo hubieran denigrado y convertido en el hazmerreír de Europa, él seguía siendo capaz de guardar la compostura perfecta, de pie, con la cabeza ligeramente echada hacia la nuca, sacando la barbilla, los brazos cruzados a la espalda… y también seguía teniendo esos ojos de ternero tan bonitos.
Liz quería mucho a su pobre rey. No podía evitarlo. Todos esos años los había pasado a su lado, y le había dado tantos hijos que ya había perdido la cuenta. A él lo llamaban «el rey de un invierno», a ella, «la reina de un invierno», los destinos de ambos estaban unidos y nada habría de separarlos. En su día, durante aquella excursión por el Támesis, no imaginó nada de todo aquello, solo pensó que tendría que enseñarle unas cuantas cosas a aquel pobre muchacho, porque, cuando estás casado con alguien, también tienes que hablar, y con aquel pasmarote podía resultar difícil. Al parecer no tenía ni idea de nada. "



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