Rojo (fragmento)Lucy Fernández
Rojo (fragmento)

"Doña Raquel, avanzando unos pasos y seguida de un mastín napolitano de color rojizo, los llevó hacia el vestíbulo cubierto de finas molduras, que semejaban lianas de madera. El gran salón con muebles de líneas curvas y tapizados con estampas japonesas, iluminados por una lámpara ancha y abierta como un paraguas, emitía una luz tenue a través de sus pedazos de cristal. Grandes vitrales con mujeres adormiladas y exóticas se extendían por todo el lugar.
La anciana señaló hacia arriba y precedidos por el ama de llaves subieron las escaleras. Una enorme espiral de formas oscilantes envolvía a Matilde a medida que avanzaban. Frisos de rubicundos niños alados y con rostro burlón, la esperaban en cada esquina de aquel laberinto zigzagueante. Pequeños y grandes retratos familiares, en marcos ovalados cubrían las paredes de cada descanso. Sus miradas agudas e inquisitivas acechaban cada uno de sus movimientos. La luz de las lámparas menguaba al igual que sus fuerzas, su espíritu se sumergía en las profundidades de la casa.
Fue en ese momento que el cuadro encontró a Matilde; la atmosfera narcótica y sugestiva arrastraba a todos hacia la mirada penetrante del inmenso retrato de Lavinia Vigorou. Vestía un traje de terciopelo rojo de corte imperial, cinturón de pedrería, pliegues alrededor y joyería en el escote. Las sutiles canas asomaban como briznas de hierba en su cabello inculto y renegrido como un desierto en la noche. Sus manos albas, enjutas y con uñas nacaradas iban forzosamente cruzadas sobre su regazo, como dos palomas unidas sin querer. La altivez de su barbilla contrastaba con sus ojos profundos como la inmensidad, tan llenos de sigilo, de misterio.
¿En qué pensabas mientras te pintaban? ¿Qué te atormentaba?
Matilde permaneció quieta.
Contemplaba el cuadro como si un hilo imaginario la tocara, recorriendo su muñeca con suavidad, acercándola hacia él. Entrando en los ojos de Lavinia, dejándose llevar por su energía, ya pudo divisar oníricos paisajes, aves agonizando, mares calmos y tempestuosos, jardines cubiertos de hierba y de pronto, como si de un salto volviera al presente, encontró en el cuadro el mismo collar de topacio que le había dado Artemio en su noche de bodas.
Si hubiese sabido que pertenecía a una muerta jamás lo habría aceptado, pensó.
El ama de llaves extrajo una pesada llave de su cinto y abrió la puerta de la habitación. Lo primero que vio fue la extensa cama de roble con doseles salomónicos, visillos de muselina y cobertor bermellón. Al costado, un inmenso ropero firmemente sellado como si fuera un ataúd, llevaba un borroso espejo como mudo testigo del pasado.
(…)
Veo a iniciados que llegan de todos los pueblos del Mediterráneo, también desde Túnez, Jordania, Turquía Francia, Alemania y otros países. Utilizamos el latín y el copto para comunicarnos. También el katharíkardiá, una lengua creada especialmente por nosotros para enviar misivas y redactar discursos. Detrás de la mezquita, antes de llegar al parque dedicado a Pan se encuentra “la casa”. Las monumentales columnas hathóricas nos dan la bienvenida a un gran salón, mientras las antorchas iluminan nuestros pasos. Cubiertos con una túnica roja, un tocado de cuernos y una máscara. Nos dirigimos a hacia nuestros asientos. El altar está cubierto de gemas azuritas y de cientos de velas azules, cuya refulgente llama ilumina el rostro de la diosa. El sahumerio de nardos y jazmín envuelve la atmósfera. Nos pasamos mano a mano la pipa metálica de opio. El humo me adormece, me exalta. La voz de la sacerdotisa nos atrapa como una serpiente a su presa y los cánticos solemnes, acompañados de crótalos y arpas se elevan hasta el firmamento. Uno a uno, procedemos a beber de la pócima secreta. Mis brazos se transforman en áureas alas. Una gran puerta, ubicada detrás del altar se abre y aparece una figura masculina, cubierta con una túnica de terciopelo. Permanece largo rato inmóvil, hasta que dos jóvenes doncellas se aproximan y una de cada lado, le retiran el atavío. Dejando al descubierto toda su virilidad, definida en un cuerpo marcado y estilizado. Sus cabellos rizados y color ocre caen sobre su frente. Sus ojos penetrantes y castaños, los labios carnosos y recto perfil. Nos acercamos con pasos cadenciosos y untamos su cuerpo con exquisitos aceites. Llenamos sus labios de higos y dátiles frescos. Agotamos todas las poses y formas del placer. Canibalizamos nuestros deseos más ocultos en el cuerpo del otro. Nos convertimos en seres esenciales, despojados de todo tipo de caretas. No podía recordar otra vida anterior a esa. El sexo y los alucinógenos obnubilaban mis sentidos. Comprendí el trinomio indisoluble: Sexo, Muerte, Sexo. La “petite mort” como la llaman los franceses. "



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