El coral y las aguas (fragmento)Juan Eduardo Zúñiga
El coral y las aguas (fragmento)

"Entonces los ojos del chico se movieron hacia él y se le quedó mirando un momento con los labios entreabiertos, sorprendido por la pregunta. No le contestó; levantó una mano que apareció en la penumbra que le rodeaba y le hizo una señal dirigida hacia el lado contrario de la calle por donde Ipóptevo venía. No contestó con palabras, pero su mirada inteligente demostraba que le había entendido. Mantuvo la mano un poco levantada en actitud de confidencia.
En aquel momento apareció en la alfarería un hombre mayor, grueso, con un pañuelo atado a la cabeza, que al sorprenderle ante la puerta le miró con desconfianza. Había brotado de la oscuridad súbitamente e Ipóptevo se quedó un momento vacilando y luego dio dos pasos hacia atrás y se alejó en la dirección que le había indicado el muchacho.
Pasó por varias calles, escudriñando un sitio y otro, pero no podía encontrar a aquella muchacha; se dio cuenta de lo imposible de hallarla y volvió al mercado. Tenía que andar despacio para no tropezar con los montones de frutas y verduras, con los vendedores de miel acurrucados en el suelo, con cestos y odres en torno a los cuales se reunían los compradores. Chocaba con los grupos que discutían precios y tenía que pegarse a las paredes y abrirse paso a la vez que miraba a todas las mujeres, sin reconocer en ninguna a la que él buscaba. Su actitud ansiosa debía de ser observada por ojos oscuros y especialmente lentos; miradas que le eran devueltas y le seguían sin que él lo advirtiera.
Igual que si por primera vez atravesara entre el gentío del mercado, le extrañaba sentir el roce de tantas personas y su cuerpo, acostumbrado solo al contacto de las sombras y la humedad, se estremecía cuando era apresado entre otros dos y era rozado con fuerza. Una de aquellas veces se encontró entre dos mujeres que por unos segundos coincidieron a sus lados, y percibió a través del obstáculo ligero de las túnicas la suave rigidez de sus cuerpos.
Supo que aquello era lo que afanosamente buscaba hacía un rato y esta idea le hizo pararse. Veía mujeres a su alrededor con túnicas claras, con anchos sombreros de palma, sus cinturones de colores, sus voces y sonrisas. Todo aquello que él veía formaba una mujer, formaba la apariencia de una mujer, pues él no conocía lo que realmente había tras aquellos vestidos. Le pareció que una cortina desconcertante colgaba ante las mujeres y que ocultaba un secreto nunca percibido, guardado con sigilo, pero que estaba vivo y latía como una risa reprimida.
Por esto había abandonado la cripta, renunciando a sus obligaciones, y corría ahora tras una muchacha que llevaba un cántaro. No, había algo más. No solamente la superficie incitante de su túnica iluminada por el sol; no era esto solo. Ella se había parado en la calle y dejaba colgar de su brazo el cántaro, cansada y reconcentrada en sus pensamientos; la cara seria e inclinada, como bajo el peso de una preocupación, le atrajo a él tanto como su cuerpo de mujer joven, porque se dijo: «He aquí que esta mujer sufre y ha de entender el sufrimiento de otros».
Detrás había quedado la espera atormentadora y la inquietud. Iba a descubrir un secreto costase lo que costase y a sabiendas de que tendría que pagar un alto precio a cambio. Pero lo prefería a volver a la cripta y a la incertidumbre.
Y no habría de parar hasta encontrar a la joven del cántaro, distinta a todas.
Dudaba por qué sitio echar a andar y se preguntaba a quién pedir orientación. Junto a las paredes estaban apoyadas diversas personas que contemplaban el bullicio del mercado. Todas, con una actitud indolente y cansada, no parecían dispuestas a ayudarle. Entonces, retrocedió y fue hacia el final de la calle. Unos minutos estuvo detenido porque pasaba delante una reata de burros cargados, y vio a su lado a un hombre joven que por el olor y las escamas adheridas a su pecho se sabía que era un pescador. Este también miró al soldado y sus ojos coincidieron. Solo fue un momento mientras oían delante el ruido de los cascos de los burros en las piedras. Después, el soldado siguió su marcha, negándose a renunciar a la búsqueda de la joven. Cruzó una avenida de acacias y atravesó un campo sin cultivar y se encontró delante del edificio de piedra del teatro.
A aquella hora las puertas estaban abiertas y no se veía que nadie entrase. Sin embargo, ella podía haber penetrado en el recinto donde toda la ciudad deseaba estar los días de las representaciones, apretados en los escaños, atentos a las palabras de los actores. Un pasadizo oscuro y fresco daba paso al escenario cubierto de hierba, cerrado por una columnata en la que la lluvia había puesto su huella verdosa. "



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