De la melancolía (fragmento)Espido Freire
De la melancolía (fragmento)

"Había sido una doctora del equipo que nos recibió la que había dado la voz de alarma. Advertida por una intuición que en ella sí había sido certera, se había desviado de la guardia para echarle una ojeada al viejo y lo había encontrado agonizando. Algo había ido mal, quizás una de las astillas de hueso se había abierto camino entre la sangre o un punto interno se había soltado, como una media arañada, o no habían soportado la presión los vasos sanguíneos, pero, en algún momento de la noche, Lázaro había comenzado a desangrarse en una hemorragia interna que había empapado, con discreta eficacia, el colchón y la sábana bajo su cuerpo.
La doctora gritó, giró con habilidad la cama y le colocó los pies en alto. Fue esa reacción rápida la que lo salvó: mientras lo alimentaban con la sangre que le habían extraído la semana anterior, que no había resultado necesaria durante la operación y por la que tanto había protestado («se ve que me he hecho tan viejo que ya no me sirve la sangre de otros; hasta la mía me la cogen de prestado», se quejaba mientras llenaban las bolsas), pero que su cuerpo absorbió como si fuera una planta seca, Lázaro abrió los ojos, sin haberse enterado de lo cerca que había estado de no despertarse jamás de ese sueño plúmbeo y dulce en el que se sumió de nuevo casi por dos días.
Durante esos dos días velamos a su lado Eduardo y yo, como si esperáramos que nuestro decrépito durmiente no despertara y hubiera que besarlo de vez en cuando antes de que algún hechizo, algún pinchazo en una rueca invisible, se lo llevara definitivamente. Comimos juntos unos emparedados grasientos si los compraba él y un poco menos infectos si era yo la que me encargaba de ello. Aprendí los gestos de la costumbre y la familiaridad, en qué lado prefería sentarse y cómo apoyaba la barbilla en las dos manos, cuándo no resultaba razonable molestarle y si prefería hablar al silencio.
Fue una mala estrategia, porque me acostumbré a buscarlo si faltaba. Esos días Eduardo y yo volvimos a ese paréntesis de tiempo que se otorga a los muy jóvenes o a los muy viejos durante el verano, los viajes en barco, las estancias en balnearios o internados, ese espacio elástico en el que el resto del mundo se difumina y solo existe lo visible, una cama con un enfermo, unas hileras de flores y caramelos, dos sillas al pie, una familia confusa tras una cortina de hule y el pánico creciente a que salga el sol y se acabe el último día y haya que separarse.
Me había propuesto ser más independiente, pero la inercia de mi vida anterior aún tiraba fuerte y buscaba a alguien con quien compartir gestos pequeños. Nada grandilocuente; alguna rutina, alguna conversación, nada más.
Las explicaciones de los partes médicos. O la manera de recoger los envoltorios de los emparedados, las migas sueltas. O cambiar las flores, la manera en la que renovábamos las flores de su mesilla y de la diminuta estantería junto a la ventana, un día rosas blancas y otro unos claveles, todas flores de vida y de brillo, porque yo me había vuelto supersticiosa respecto a ellas y a sus colores y sus significados y le hice devolver unos crisantemos amarillos con los que apareció, porque me dieron mala espina; Eduardo los escondió con paciencia y sin humor agrio y me trajo en su lugar una macetita con pensamientos azules que sobrevivieron a la estancia del tío. "



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