Tiempo de arena (fragmento)Jaime Torres Bodet
Tiempo de arena (fragmento)

"Aquellos juegos se complicaron. En la mañana del 7 de agosto de 1913, el coronel Osorio procedió a la distribución de los máuseres que había decidido confiarnos el director de la Ciudadela. No imaginaba yo tan incómodo el porte de un instrumento de destrucción. La gruesa correa del mío se me incrustaba en los dedos profundamente. Y la grasa del cerrojo parecía destinada más a mancharme las mangas del traje que a prevenir las parálisis del gatillo.
Los sargentos nos dijeron que recibiríamos en breve el parque y las bayonetas. Mientras tanto, aquellos fusiles servían tan sólo para hacernos más fatigosas las marchas que realizábamos desde la estación de San Lázaro hasta la escuela. Era absurdo prepararnos así. En el fondo, los 874 reclutas que componíamos el grupo del primer año empezábamos a creer en la posibilidad de vencer a cualquier adversario con nuestras armas.
Los corazones de todos mis compañeros palpitaron con entusiasmo cuando, el 12 de septiembre, el director de la escuela entregó al abanderado la insignia de tres colores por cuya gloria, de modo unánime, ambicionábamos perecer. Cuatro días más tarde, con una gorra de oficial balcánico en la cabeza, acalorado el cuerpo por el paño verde del uniforme y ceñidas las pantorrillas por las polainas reglamentarias, participé en el desfile del 16.
La primera hora de plantón, frente a la Alameda, no nos pareció en realidad demasiado larga. Muchos de los estudiantes charlaban, hacían chistes, comentaban las bromas del oficial a cuyos cuidados el comandante nos confió. Algunos encendían de vez en cuando un «habano negro». Otros, que ya presumían de tener novia, se disponían a desfilar con pasión frente al Salón Rojo. (En los balcones de aquel cinematógrafo era costumbre que las familias acomodadas se reuniesen, los días de fiesta, para aplaudir el paso de los cadetes.)
Principiamos a caminar hacia la calle de San Francisco. El redoble de los tambores nos ayudaba a avanzar con relativa marcialidad. Encajonado por las fachadas, el acento de los clarines incendiaba de púrpura el espectáculo. A la altura del Salón Rojo, varias personas gritaron: «¡Viva la Escuela Preparatoria…!» Aun a riesgo de merecer un reproche del teniente, nuestro sargento se inclinó a recoger un clavel que una señorita le había lanzado.
Regresé a casa rendido. De buena gana, me habría cambiado de ropa inmediatamente. Pero reintegrarme al traje civil, en un día como ése, habría sido una especie de deserción. Por la tarde, salí a la calle. Tenía prisa por volver a llamar la atención de los transeúntes. Pronto me percaté de lo efímero de nuestro éxito colectivo. En el tranvía, ni el motorista se fijó en mí.
¿Por qué rumbo iba yo a pasear mi cansancio de soldado de chocolate? Como el criminal al lugar del crimen, me encaminé hacia el Salón Rojo. Había llovido. Las serpentinas y los claveles que tapizaban aún las aceras estaban sucios, pisoteados. Subí la escalera del cine, pagué mi entrada, me sumergí en una historia narcótica… En el intermedio, di una vuelta por los pasillos. De pronto, me descubrí en un espejo. Sentí horror de mi disfraz. Y me prometí no volver a usar aquel uniforme, sino cuando las ceremonias escolares lo requirieran. Según se verá, mi decisión había de acarrearme múltiples contratiempos.
En la escuela, la vida empezaba a consolidarse. La austeridad de don Rafael Sierra perdonaba —hasta donde era posible— mis matemáticas deficiencias. En la cátedra de español, mis progresos resultaban menos imperceptibles. En la de francés, el Sr. Dupuy principiaba incluso a adquirir idea de mi existencia. Pero en ninguna clase había ya conseguido establecer amistad real con mis compañeros. "



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