Monjas y soldados (fragmento)Iris Murdoch
Monjas y soldados (fragmento)

"Con la muerte de Guy, llegó el terrible desasosiego de la esperanza, y eso desencadenó que la pasión, enclaustrada hasta entonces, campara a sus anchas.
Pero el Conde nunca se había permitido concebir demasiadas esperanzas. Además, su sentido del respeto (tan absoluto y reverencial), unido al periodo de luto y al duelo, le había permitido inhibir, o al menos aplazar, ciertos pensamientos. Y así, al mirar a Gertrude, había esperado que ella pudiera leer la tristeza en sus ojos. Ahora quería que ella, retrospectivamente, necesitara de su amor, y que fuera en ese amor donde, lentamente, sin sobresaltos, hallara consuelo. Todo eso, pasando incluso por el golpe de la muerte de Guy, formaba parte de la vida que había vivido el Conde desde el momento en que la conoció. Pero ese día, desde la llamada telefónica de Anne, hacía apenas unas horas, la destrucción había sido total. Era como si una lengua de fuego hubiera penetrado en la continuidad de su ser, reduciendo a cenizas todas sus
estructuras. Podría haber soportado no tener a Gertrude si ella hubiera seguido siendo su amiga sin casarse. De hecho, precisamente, ya se había imaginado y había previsto a la perfección aquella posibilidad (incluso se había enseñado a sí mismo a esperárselo). Perderla a manos de otro era una cuestión bien distinta, aunque, de cara a un futuro más lejano, también había tratado de prepararse debidamente para esa posibilidad. Pero el hecho de perderla ahora y a manos de ese hombre le provocaba tal frenesí de dolor, tristeza y rabia que le parecía imposible continuar con su día a día.
Su sufrimiento se debía en parte a unos remordimientos que rozaban el rencor. Sí que había ido deprisa. Si él se hubiera imaginado que ella quería un hombre, que quería declaraciones de amor y pasión, ¿acaso no se las habría dado él, y no solo de rodillas? ¿Podía ser así una mujer, podía ser así aquella mujer? ¡Qué estúpido había sido, le parecía ahora, al ocultarle su amor! Sin embargo, con el típico pensamiento contradictorio de un amante, ¿no había supuesto muchas veces que ella ya debía de saber cuánto la quería? ¿Cómo puede uno pasarse el día pensando en alguien sin que, de alguna manera, esa persona lo sepa? ¿O acaso Gertrude había confundido, podía haber confundido, su tacto, su caballerosidad y su decoro con un afecto frío y racional? Justo cuando más necesitaba que la sostuvieran, su ánimo se había dejado apresar por unas garras burdas y vulgares. "



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