Pequeñas mujeres rojas (fragmento)Marta Sanz
Pequeñas mujeres rojas (fragmento)

"Poco a poco, Tomé fue reconociendo a aquellos hombres que habían quedado reducidos a bulto por la deformación del miedo y los culatazos. Aquellos hombres eran y no eran exactamente los mismos con los que Tomé se había cruzado a menudo en la taberna o en la vaquería. La desolación les había pasado por la cara un trapo de aguarrás. A Tomé le costó reconocer a Nico, al maestro, al bujarrón, a Catalina —que no era hombre, pero ni lloraba ni temblaba como un flan—, al dueño de un rebaño no pequeño de ovejas. Dickie y la fotógrafa, la Rosita de Azafrán, llegaron más tarde y les hicimos un hueco cariñoso. A otros hombres Tomé no los conocía. Debían de ser de otros pueblos, de otros lugares a los que el barbero había llegado alguna vez con sus navajas y sus peinecillos mientras daba una de esas vueltas al mundo que más se parecían a una voltereta sobre la cama que a un viaje en globo y con baúles.
Jesús Beato hacía una muesca en su cuadernito cada vez que uno de aquellos cuerpos, que ya solo eran cuerpos, bajaba del furgón. Después se acercó al peón caminero y le dijo algo al oído. Tomé se puso pálido. Le entró un retortijón de cólico miserere pero se contuvo. Luego negó y le entró una llantina. A Antonio en ese momento su padre le dio vergüenza. Sacó pecho. Dio un paso al frente. Le tendió la mano al barbero. Pero Jesús Beato no le devolvió el saludo. Retiró la mano y empujó a Antonio hacia el montón de hombres marrones. Parecía que alguien los hubiese rebozado en mierda. Éramos nosotros. Y Catalina. El barbero trazó en su cuaderno, con un movimiento amplísimo, la muesca más grande de cuantas muescas había trazado ese día. A Tomé Melgar los ojos se le salieron de las órbitas. Pese a lo que suele decirse, las acciones no se sucedieron a cámara lenta, sino más bien a una velocidad vertiginosa imposible de ser procesada por un cerebro humano. Nos cuesta recordar la secuencia de acontecimientos. Nos distanciamos para reproducirlos con la fidelidad de un proyector de cine. Pero no lo conseguimos. Estábamos aturdidos. Efectos derivados de la inminencia de la muerte. Comprensibles. Antonio ya estaba dentro de nuestro corralito. Formaba parte del extraño animal en que nos estábamos transformando. "



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