El hombre que plantaba árboles (fragmento)Jean Giono
El hombre que plantaba árboles (fragmento)

"Los robles de 1910 tenían entonces 10 años y eran más altos que él y que yo. El espectáculo era impresionante. Me quedé literalmente sin palabras y, como él no hablaba, pasamos todo el día en silencio paseando por su bosque. Tenía en tres secciones once kilómetros de largo y tres kilómetros en su parte más ancha. Al recordar que todo había brotado de las manos y del alma de ese hombre —sin medios técnicos— se comprende que las personas podrían ser tan eficaces como Dios en dominios diferentes al de la destrucción.
Había seguido su idea, y como testimonio estaban las hayas que me llegaban al hombro y se habían extendido hasta perderse de vista. Los robles estaban frondosos y habían ya superado la edad en que estaban a merced de los roedores; en cuanto a los designios de la Providencia, en adelante a ella misma le haría falta recurrir a ciclones para destruir la obra creada. Me mostró bosquetes admirables de abedules que databan de cinco años atrás, es decir de 1915, la época en que combatí en Verdún. Los había situado ocupando las hondonadas donde sospechaba, con toda razón, que había humedad casi a flor de tierra. Eran tiernos como muchachas y muy decididos.
La creación tenía el aspecto, además, de actuar en cadena. A él eso no le preocupaba; proseguía obstinadamente su tarea, muy simple. Pero al descender por el pueblo, vi correr agua por arroyos que, en la memoria humana, habían estado siempre secos. Era la más extraordinaria reacción en cadena que había tenido oportunidad de observar. Antaño esos arroyos secos habían llevado agua, en tiempos muy antiguos. Algunos de esos tristes poblados de los que hablé al comienzo de mi relato se construyeron sobre los emplazamientos de antiguas ciudadelas galorromanas, de las que aún quedaban trazas, donde los arqueólogos habían excavado y hallado anzuelos de pesca en lugares donde en el siglo veinte era necesario recurrir a cisternas para tener un poco de agua.
El viento también dispersaba algunas semillas. Al mismo tiempo que reapareció el agua, reaparecieron los sauces, las mimbreras, los prados, los jardines, las flores y cierta razón de vivir.
Pero la transformación se desarrollaba de forma tan paulatina que entraba en lo habitual sin provocar asombro. Los cazadores que subían a la soledad de los montes en persecución de liebres o de jabalíes habían constatado claramente el aumento de pequeños árboles pero lo atribuían a los caprichos naturales de la tierra. Ésta era la razón por la que nadie había tocado la obra de ese hombre; si lo hubieran sospechado habrían desbaratado su labor. Pero nadie sospechaba. ¿Quién habría podido imaginar en los pueblos y en las administraciones tamaña obstinación en una generosidad tan magnífica?
A partir de 1920, no ha pasado más de un año sin que vaya a visitar a Eleazar Bouffier. Jamás le vi flaquear ni dudar, aunque sólo Dios sabe si en ello hubo intervención suprema. No he hecho la cuenta de sus desengaños. Es fácil de imaginar que para semejante éxito fue necesario vencer la adversidad; que, para asegurar la victoria de tal pasión hubo que luchar contra la desesperación. Durante un año había plantado más de diez mil arces. Murieron todos. Al año siguiente de este suceso, dejó los arces para volver a plantar hayas, que prosperan aún mejor que los robles.
Para tener una idea más precisa de ese carácter, no hace falta olvidar que actuaba en una total soledad; sí, total hasta el punto que, hacia el final de su vida, había perdido la costumbre de hablar. "



El Poder de la Palabra
epdlp.com