Sylvie (fragmento)Gerard de Nerval
Sylvie (fragmento)

"Salí del teatro donde me sentaba todas las noches en un pupitre cercano al escenario, vestido con la sutil elegancia acorde a mis esperanzas. A veces, la casa estaba llena y otras vacía, pero eso carecía de importancia para mí si lograba que mis ojos se posaran sobre cajas llenas de máscaras, sombreros y vestidos, o si me encontraba acompañado de un público entusiasta, atónito ante el brillo y esplendor de las joyas. Durante la segunda y tercera escena de una obra demasiado compleja, cuando un aspecto vívido iluminaba los espacios vacíos, suspiraba convocando figuras que volvieran a la vida desde las sombras. De alguna forma, sentí que vivía en ella y que ella vivía sólo para mí. Su sonrisa me llenaba de infinita alegría, y la resonancia de su voz, suave, me hacía temblar de emoción. Ella comprendía todos mis entusiasmos y caprichos. En mi opinión poseía todas las perfecciones. Lucía radiante como el día cuando las candilejas brillaban sobre ella, pálida como la noche y hasta la lámpara de araña no podía evadir su simple belleza en una cortina de sombras. Era como una de las Horas tallada en un fondo sombrío de los frescos de Herculano.
Ignoraba cómo sería su vida lejos del teatro y me mostraba reacio a perturbar el espejo mágico que sostenía su imagen. Es posible que escuchara a ralentí especulaciones sobre su vida privada, pero mi interés no era mayor que el debido a los rumores existentes sobre la princesa de Élide o la Reina de Trebisonda. Uno de mis tíos, que había vivivo en el siglo XVIII, me había advertido a tiempo que una actriz no era una mujer convencional y que la naturelaza se había olvidado de otorgarle un corazón. Por supuesto, se refería a su propio tiempo, pero contó muchas de sus ilusiones y sus decepciones y me mostró los retratos en medallones de marfil que ahora adornaban sus tabaqueras -tantas cartas descoloridas y cintas, cada una símbolo de un pesar, hasta el punto que había llegado al triste hábito de la desconfianza.
Estábamos en medio de extraños años después, en aquellos años que suelen seguir a una revolución o a la decadencia de un gran imperio. No había nada de la galantería noble de la Fronda, vicecortés de la Regencia, o del escepticismo y las caóticas orgías; vivíamos en medio de la confusión, la duda la indolencia, las deslumbrantes utopías, las aspiraciones filosóficas o religiosas, los vagos entusiasmos mezclados con ciertos impulsos hacia una renovación de la vida, del hastío ante la pasada discordia, de no formuladas esperanzas -era algo así como la época de Peregrinus y Apuleyo-. Buscamos nuevos nacimientos desde el ramo de rosas de Isis, anhelábamos que se nos apareciera la diosa joven y ser heridos por la vergüenza de las horas de luz que se extravían. Pero la ambición no tenía parte en nuestra vida. Nuestro único refugio era la torre de marfil de los poetas para ascender más y más alto. Por fin podíamos respirar el aire puro de la soledad, beber del olvido en la copa de oro de las leyendas y embriagarnos con la poesía y el amor. El amor, una figura vaga, de espectrales matices. La intimidad con la mujer ofendía nuestra ingenuidad, pues era nuestra regla considerarlas como diosas o reinas, y sobre todo, nunca acercarse a ellas. "



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