La duquesa extraordinaria (fragmento)Pola Oloixarac
La duquesa extraordinaria (fragmento)

"Es mayo de 1667, y Robert Boyle se apresta a disolver un cordero en ácido sulfúrico. Hombres de negro y peluca rococó lo secundan, y Lady Cavendish asiste maravillada al desfile de experimentos: bombas de vacío, imanes, telescopios –Boyle expone su teoría del color, Hooke le muestra su microscopio–. La Duquesa recorre la Royal Society de Londres (donde Newton postularía la gravedad dos décadas después) con un vestido de cola de seis metros, que manejan sus seis doncellas. Es la primera mujer a la que se permite presenciar esas ceremonias. En la calle, una multitud se agolpa para verla pasar; de frente, algunos la confunden con un joven caballero, porque también lleva un sombrero de ala ancha à la D’Artagnan y una chaqueta de montar.
Para entonces Lady Cavendish ya era la autora más versátil del barroco inglés. Catorce años antes, en 1653, publicaba sus Atomic Poems, fantasías sobre la teoría atómica y De rerum Natura de Lucrecio, precedidas de algunas cartas defendiendo las capacidades femeninas para la poesía (verbigracia: si es deseable que tejamos, ¿por qué no escribir poesía, que es tejer con el cerebro?); tres meses después se imprime Philosophical Fancies, donde propone una alternativa para el sistema mecánico de la naturaleza; en 1655, un libro sobre física y metafísica, con una carta arengando a Cambridge y Oxford a que lean sus escritos. Se había puesto en duda que sus textos fueran la obra de una mujer, y se conjeturó que el verdadero autor era Lord Cavendish, su marido.
Ansiosa por ser leída y discutida por las eminencias de su tiempo, piensa que quizá no asimilen sus ideas de manera inmediata; mientras, la Duquesa publica una historia de sí misma, algunas obras de teatro y un libro con escenas de la naturaleza. Y como sus interlocutores soñados persisten en ignorarla, recurre a un subterfugio incomparable: publica en 1663 un falso epistolario, Philosophical Letters, donde intercambia cartas con una mujer ficticia y discute sus propias ideas oponiéndose al mecanicismo de Hobbes, a Van Helmont y a Descartes. En 1666, cuando la peste negra asuela Londres, aparece la primera novela sci-fi, The Blazing World, que relata la existencia de otros mundos a los que se llega por el Polo Norte, donde la narradora se pasea entre civilizaciones y decide invadir Inglaterra con un blitzkrieg de hombres-pájaro, ataques submarinos de hombres-pez y catapultas de diamantes que arrojan piedras de fuego. En el frontispicio del libro, la Duquesa posa para el lector... en toga. En el epílogo, invita gentilmente a los lectores interesados a convertirse en sus súbditos.
Escribe con la irresponsabilidad de una niña y la arrogancia de una Duquesa, reprobó Virginia Woolf. ¿Por qué no tradujo los clásicos, por qué no intercambió cartas con los genios masculinos de su tiempo? La Duquesa tenía “una inclinación salvaje por la extravagancia” que la privó de gozar, lamenta Woolf, de la humilde, oscura carrera a la que podía aspirar una mujer cuando publicar un libro con el nombre propio era una transgresión emparentada con el ridículo. Tres damas fueron reconocidas como intelectuales entonces: Ana Maria von Schurman (un libro sobre la educación de las mujeres), la Princesa de Bohemia (se cartea con Descartes) y Anne Conway (un libro anónimo y póstumo).
La Duquesa, no. Aunque conoció a Hobbes, Gassendi y Descartes (los Cavendish fueron mecenas de los primeros), la Duquesa sólo mantuvo correspondencia en inglés con Glanvill y Huygens, deidades menores; participaba en silencio de las tertulias ofrecidas en su castillo, donde Hobbes era habitué, y se retiraba a sus habitaciones a despotricar contra lo que había escuchado o presentido. Su verdadera vida, escribió, estaba atesorada en sus libros; en su obra de teatro The Convent of Pleasure (1668) describe una comunidad de mujeres solas, libres y felices (con apuntes para un amor lésbico); en The Blazing World explica que al escribir ha construido “un reino para sí misma”, lo que le da más gloria y placer “de la que jamás sintieron Alejandro o César al conquistar el orbe terrestre. "



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