Landen (fragmento)Laia Fàbregas
Landen (fragmento)

"Hablaba con pausas, buscando las palabras en un diccionario invisible que parecía no haber abierto en años. Sus frases se desenvolvían como retales de un poema con un ritmo inusual. Aunque sus tres hijos habían nacido en los Países Bajos, dijo orgulloso, sólo el primero era realmente holandés. Parecía que los otros dos habían recibido más genes españoles que el primero, Arjen. Quizás la elección de su nombre influyera en su futuro ya desde un principio. Si se hubiera llamado Simon o Robert, como los otros dos, nunca habría tenido que deletrear su nom¬bre en España y se habría sentido mucho más en casa en el país de su padre. Pero no. Se llamaba Arjen y ahora, cuarenta y cuatro años más tarde, su casa estaba en Ámsterdam, mientras que sus hermanos vivían en Barcelona.
Hablaba conmigo como si nos conociéramos desde siempre. Había una proximidad en su forma de comportarse que me agradaba y a la vez me inquietaba. Sin que le hiciera más preguntas, me dijo que había nacido en un pueblo en algún lugar del interior de España. En los años sesenta emigró a Holanda a trabajar. En un principio no le fue fácil aprender holandés, pero cuando conoció a una mujer muy especial, supo que se quería casar con ella y que tenía que aprender su idioma.
Hizo una pequeña pausa. Disfrutaba del recuerdo de aquel momento. Las azafatas pasaron con el servicio de bar. Abrió su mesita y preguntó qué nos darían para comer. Le dije que la comida ya no era gratis y me miró decepcionado. Le enseñé la carta de precios pero reconoció que en el fondo no quería nada. Susurró que sólo trataba de distraerse comiendo algo, dijo que yo también le distraía escuchando lo que me contaba, y retomó su relato. Durante diez años había sido el hombre más feliz del mundo, dijo. Holanda era un buen país para vivir y los veranos en España eran cálidos y familiares. Hasta que su mujer enfermó. Primero no entendían lo que tenía. Al final los médicos dijeron que un clima más templado le iría bien. Los niños tenían entre seis y once años cuando, en los años setenta, llenaron el coche con todas sus cosas y se trasladaron a un pueblo al norte de Barcelona.
Por un momento se quedó callado y me observó.
Vi su mirada: esos ojos que algún día habrían sido de color marrón oscuro eran ahora de un gris claro lleno de experiencia. Me di cuenta de que casi nunca hablaba con gente mayor, de que casi nunca me sentaba al lado de gente mayor. Ya no recordaba la última vez que había mirado y admirado a alguien mayor. Me dijo que hacía tanto tiempo que no había estado en Holanda que se le había oxidado el holandés. Me lo dijo como si yo no lo hubiera notado. Le contesté que hablaba muy bien en holandés y se enorgulleció. "



El Poder de la Palabra
epdlp.com