Si un árbol cae (fragmento)Isabel Núñez
Si un árbol cae (fragmento)

"Sólo puedo narrar cuanto ocurría en mi interior y cómo lo vivía. Joseph Roth. Las ciudades blancas.
En septiembre de 2003 fui a Sarajevo, donde Ferida Durakovic, poetisa y presidenta del PEN Club bosnio, me recibió calurosamente y me ayudó a contactar con Marko Vesovic, otro poeta de origen montenegrino que se había situado del lado bosnio en el conflicto, lo que le había valido la consideración de traidor en su lugar de origen y de casi héroe nacional en el otro. Ferida me sugirió otros escritores que podían colaborar, como la croata Dubravka Ugresic.
Al llegar a Sarajevo en el taxi desde el aeropuerto, recordé dos comentarios jocosos de un escritor: "Verás que los arquitectos que construyeron la ciudad también tuvieron la culpa". Efectivamente, la pequeña ciudad construida en un valle y rodeada de colinas ofrecía un aspecto completamente vulnerable a los francotiradores que se situaron en las alturas. Y el segundo: "En Sarajevo, la hospitalidad es casi ofensiva". Pronto entendí lo que quería decir. No era sólo que nadie, cuando quedábamos, me dejara pagar una sola consumición con el pretexto de que era "su ciudad", sino que además, me vi obligada a comer carne (aunque soy vegetariana) y a participar en los ritos sociales a los que era invitada para no ofender el espíritu del lugar.
Toda la ciudad estaba llena de agujeros y de tejados hundidos, y en los portales de muchas casas abandonadas se acumulaba el correo. Yo fotografiaba algunos rincones y sólo tímidamente a la gente, a las mujeres veladas, en una gradación insólita que iba de los hábitos monacales (no había burkas-o hijabs- por entonces, aunque sí muchas mujeres vestidas como monjas, pero de blanco) a las chicas vestidas con ropa ajustada y sexy, pero con un velo semitransparente que cubría apenas la nariz y la boca, casi al estilo de Las mil y una noches, en una especie de afirmación desafiante. Todas las tardes, la madraza o escuela alcoránica de Bascarsija, el barrio turco, se llenaba de ellas. Según me dijo Ferida Durakovic, Arabia Saudí paga becas de estudios a las chicas que aceptan llevar el velo y practicar la religión. Adisa Basic también me dijo que algunos amigos se habían vuelto religiosos con la guerra, en algunos casos por despecho contra el mundo europeo occidental, que había permitido tanta destrucción sin intervenir. Para algunos, se había convertido en una moda, por decirlo así. En otros obedecía a la pura superstición frente a la desgracia.
Toda la ciudad estaba, además llena de tumbas. Tumbas como pilotes blancos, al estilo musulmán; tumbas blancas, recientes, que llenaban jardines y descampados y que contrastaban con las de piedra vieja y tallada en relieve de los antiguos, similares a las que bordean el camino de Eyup, en Estambul, donde dicen los turcos que todo musulmán querría ser enterrado, frente al Cuerno de Oro. Y también placas doradas, parecidas a las que en algunos edificios anuncian a algunos profesionales; placas con nombres y fechas, que bordeaban escuelas y sedes institucionales. El serbio Ivo Andric, en un texto que yo leí en francés titulado "Au cimetière juif de Sarajevo" (Titanic et autres contes juifs de Bosnie) habla del lugar que ocupan los cementerios en ese país, citando a otro escritor serbio, Petar Kocic: "Como grandes bueyes de montaña, blancuzcos, yacen montículos de enormes piedras cuadrangulares expuestas por todas partes a las miradas, que brillan al sol y reposan en un profundo sueño", y describe el cementerio judío sefardí que se extiende al borde del río Miljacka, "tan escarpado que parece a punto de derrumbarse y de rodar cuesta abajo sin cesar"."



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