El gran mundo (fragmento)David Malouf
El gran mundo (fragmento)

"Era un río ancho, de este lado hacía sol y la otra orilla se hundía en sombras. Digger tenía el sedal en la mano y tiraba del hilo de vez en cuando, pero no estaba pescando. Cuando Digger se ponía con algo, se abstraía por completo. Bajo el viejo sombrero de fieltro, su cuerpo entero se concentraba de tal forma que uno podía notarlo desde lejos; casi daba miedo. Ahora mismo, estaba absorto en la conversación con ese otro tío. El sedal era una coartada para escuchar más tranquilo.
Jenny hizo una mueca. Bizqueó y plegó la lengua por encima del labio. Se pasó la mano por la parte de atrás de la cabeza, donde llevaba el pelo corto como un hombre.
—Venga Digg —dijo en voz alta—. Vale ya.
Los dos hombres estaban sentados separados, pero tenían las cabezas juntas:
Digger, con su viejo jersey suelto en los codos y con un buen par de agujeros que Jenny un día iba a remendar, y el otro tío, Vic, con su abrigo elegante. Eran de la misma edad pero Vic parecía más joven porque cuidaba su aspecto. Iba siempre de punta en blanco. Los zapatos nuevos, bien lustrados, apoyados en el suelo con delicadeza. Jenny se había fijado en los zapatos porque traía siempre unos distintos, debía de tener docenas.
Entrecerró los párpados, tratando de pescar la esencia de la conversación. Ya era la tercera vez que aquel tío venía de visita esa semana. Jenny no alcanzaba a oírlos, no desde tan lejos, pero si hacía un esfuerzo a veces captaba algo. Tampoco siempre. Después de un par de minutos sin pillar nada, soltó un bufido, se levantó, fue a la cocina detrás de los anaqueles de la tienda y echó una mirada al horno.
Eso sí que pintaba bien. Los bollos. Eran su especialidad. Y le estaban quedando muy bien.
Volvió fuera y se acodó en el mostrador de linóleo, pero justo empezaba a ponerse cómoda cuando dos urracas bajaron aleteando y se posaron en la cuerda de la ropa, mirando a un lado y al otro, al acecho. Hasta ahí había llegado el alivio.
Estaba en guerra con las urracas. Libraba un montón de guerras, pero esa era la más feroz y continua.
Detestaba a esos bicharracos negros y blancos, con sus ojillos y sus picos puntiagudos, y se preguntaba qué hacían en este mundo aparte de atormentar a criaturas más pequeñas. Se paseaban por el jardín como si fueran las dueñas y propietarias. Como si tuvieran autoridad para espiar, patrullar, picotear y castigar a otros. Como las malditas monjas. Blancas y negras. "



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