Suave es la noche (fragmento)Francis Scott Fitzgerald
Suave es la noche (fragmento)

"El hotel y la brillante alfombra tostada que era su playa formaban un todo. Al amanecer, la imagen lejana de Cannes, el rosa y el crema de las viejas fortificaciones y los Alpes púrpuras lindantes con Italia se reflejaban en el agua tremulosos entre los rizos y anillos que enviaban hacia la superficie las plantas marinas en las zonas claras de poca profundidad. Antes de las ocho bajó a la playa un hombre envuelto en un albornoz azul y, tras largos preliminares dándose aplicaciones del agua helada y emitiendo una serie de gruñidos y jadeos, avanzó torpemente en el mar durante un minuto. Cuando se fue, la playa y la ensenada quedaron en calma por una hora. Unos barcos mercantes se arrastraban por el horizonte con rumbo oeste, se oía gritar a los ayudantes de camarero en el patio del hotel, y el rocío se secaba en los pinos. Una hora más tarde, empezaron a sonar las bocinas de los automóviles que bajaban por la tortuosa carretera que va a lo largo de la cordillera inferior de los Maures, que separa el litoral de la auténtica Francia provenzal.
A dos kilómetros del mar, en un punto en que los pinos dejan paso a los álamos polvorientos, hay un apeadero de ferrocarril aislado desde el cual una mañana de junio de 1925 una victoria condujo a una mujer y a su hija hasta el hotel de Gausse. La madre tenía un rostro de lindas facciones, ya algo marchito, que pronto iba a estar tocado de manchitas rosáceas; su expresión era a la vez serena y despierta, de una manera que resultaba agradable. Sin embargo, la mirada se desviaba rápidamente hacia la hija, que tenía algo mágico en sus palmas rosadas y sus mejillas iluminadas por un tierno fulgor, tan emocionante como el color sonrojado que toman los niños pequeños tras ser bañados con agua fría al anochecer.
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¡Ya estoy contigo! Suave es la noche... ... Pero aquí no hay luz, Salvo la que del cielo trae la brisa Entre tinieblas de verdor y caminos de musgo tortuosos. John Keats, Oda a un ruiseñor.
En la apacible costa de la Riviera francesa, a mitad de camino aproximadamente entre Marsella y la frontera con Italia, se alza orgulloso un gran hotel de color rosado.
Unas amables palmeras refrescan su fachada ruborosa y ante él se extiende una playa corta y deslumbrante. Últimamente se ha convertido en lugar de veraneo de gente distinguida y de buen tono, pero hace una década se quedaba casi desierto una vez que su clientela inglesa regresaba al norte al llegar abril. Hoy día se amontonan los chalés en los alrededores, pero en la época en que comienza esta historia sólo se podían ver las cúpulas de una docena de villas vetustas pudriéndose como nenúfares entre los frondosos pinares que se extienden desde el Hótel des Étrangers, propiedad de Gausse, hasta Cannes, a ocho kilómetros de distancia.
El hotel y la brillante alfombra tostada que era su playa formaban un todo. Al amanecer, la imagen lejana de Cannes, el rosa y el crema de las viejas fortificaciones y los Alpes púrpuras lindantes con Italia se reflejaban en el agua tremulosos entre los rizos y anillos que enviaban hacia la superficie las plantas marinas en las zonas claras de poca profundidad. Antes de las ocho bajó a la playa un hombre envuelto en un albornoz azul y, tras largos preliminares dándose aplicaciones del agua helada y emitiendo una serie de gruñidos y jadeos, avanzó torpemente en el mar durante un minuto.
Cuando se fue, la playa y la ensenada quedaron en calma por una hora. Unos barcos mercantes se arrastraban por el horizonte con rumbo oeste, se oía gritar a los ayudantes de camarero en el patio del hotel, y el rocío se secaba en los pinos. Una hora más tarde, empezaron a sonar las bocinas de los automóviles que bajaban por la tortuosa carretera que va a lo largo de la cordillera inferior de los Maures, que separa el litoral de la auténtica Francia provenzal.
A dos kilómetros del mar, en un punto en que los pinos dejan paso a los álamos polvorientos, hay un apeadero de ferrocarril aislado desde el cual una mañana de junio de 1925 una victoria condujo a una mujer y a su hija hasta el hotel de Gausse. La madre tenía un rostro de lindas facciones, ya algo marchito, que pronto iba a estar tocado de manchitas rosáceas; su expresión era a la vez serena y despierta, de una manera que resultaba agradable. Sin embargo, la mirada se desviaba rápidamente hacia la hija, que tenía algo mágico en sus palmas rosadas y sus mejillas iluminadas por un tierno fulgor, tan emocionante como el color sonrojado que toman los niños pequeños tras ser bañados con agua fría al anochecer. Su hermosa frente se abombaba suavemente hasta una línea en que el cabello, que la bordeaba como un escudo heráldico, rompía en caracoles, ondas y volutas de un color rubio ceniza y dorado. Tenía los ojos grandes, expresivos, claros y húmedos, y el color resplandeciente de sus mejillas era auténtico, afloraba a la superficie impulsado por su corazón joven y fuerte. Su cuerpo vacilaba delicadamente en el último límite de la infancia: tenía cerca de dieciocho años y estaba casi desarrollada del todo, pero seguía conservando la frescura de la primera edad.
Al surgir por debajo de ellas el mar y el cielo como una línea fina y cálida, la madre dijo:
-Tengo el presentimiento de que no nos va a gustar este sitio.
-De todos modos, lo que yo quiero es volver a casa -replicó la muchacha.
Hablaban las dos animadamente, pero era evidente iban sin rumbo y ello les fastidiaba. Además, tampoco se trataba de tomar un rumbo cualquiera. "



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