Manuel de Historia (fragmento)Marco Denevi
Manuel de Historia (fragmento)

"Yo me alegro con las cosas buenas y hermosas cuando leo acerca de ellas en los periódicos o cuando participo de ellas, y tengo capacidad para entusiasmarme. Pero si se trata de cosas buenas y hermosas la literatura no puede competir con la vida. Un acto de heroísmo será siempre más bello que el libro que lo describa. La fe plena e ingenua, religiosa, política o cualquier otra, será siempre superior al cuento o al poema que intenten expresarla. Pero en las cosas malas actúa una especie de alquimia. Un cuento acerca de la desesperación puede ser más espléndido que la desesperación misma, un poema sobre la muerte, menos doloroso que la muerte. En la Inglaterra isabelina (si me está permitida la comparación), a pesar de que hubo muchos progresos en la navegación y en el sistema de carreteras, no se le ocurrió a Shakespeare escribir sobre esos temas, y si en aquel entonces alguien lo hizo, su nombre y su memoria se han perdido. Nos quedó el loco que escribió sobre los sufrimientos de los hombres. Amós Oz.
El salón era un vasto depósito donde, hacía muchos años, gente de todas las condiciones sociales había ido guardando objetos heterogéneos para desprenderse de ellos, para venderlos en pública subasta o a la espera de poder rescatarlos. Después el depósito había sido clausurado y los objetos seguían allí, amontonados en cualquier forma, y como nadie venía a llevárselos el almacén había cobrado una absurda inutilidad, ya no formaba parte del mundo de los vivos, parecía irreal corno una utilería teatral abandonada o como los sótanos de un montepío que cerró sus puertas un siglo atrás.
La mujer que guiaba a Sidney en zigzag por entre los montículos de mercadería sin dueño viviría en otra parte. Se había emperifollado para recibir a ese turista excéntrico que quería visitar el almacén y, apenas él se fuese, también ella se marcharía. A Sidney lo asaltó la curiosa idea de haber ido hasta allí en busca de una reliquia, de algún objeto raro y precioso que nunca había visto, que no sabía qué era, que jamás encontraría y que sin embargo le pertenecía.
Mientras caminaba iba mirando el colosal revoltijo como para descubrir, entre las caóticas colecciones deterioradas, aquel tesoro que había venido a buscar.
Las ventanas estaban cerradas y las cortinas, corridas. Desde un rincón donde cien años atrás la habían abandonado olvidándose de apagarla, una lámpara difundía una tenue luminosidad amarillenta. Sidney percibió el olor del encierro y de la vejez. Vio, lejos, un fúnebre piano de cola. Vio un reloj cuyas agujas señalaban las doce.
La mujer se detuvo en la embocadura de un corredor largo y tenebroso, miró a Sidney y otra vez le sonrió con aquella sonrisa provocativa.
-El señor lo espera en la biblioteca -susurró. El escote del vestido de seda le dejaba al descubierto el nacimiento de los pechos. Sidney avanzó por el pasillo, que le pareció un túnel abovedado y ligeramente descendente. Las paredes estaban tapizadas de libros, los libros le advertían que por allí llegaría hasta el hombre que lo aguardaba. En seguida oyó la música. Era una música melancólica, de una luctuosidad opulenta, a la que se acopló una voz de contralto que cantaba, en alemán, una melodía tan dolorosa como el acompañamiento orquestal y con su mismo boato fúnebre.
Desde el otro extremo del túnel avanzaba hacia él un rectángulo iluminado, la entrada a la biblioteca. Los libros del corredor eran una anticipación o una metástasis de estos otros, varios miles, que se amontonaban en estanterías de madera negra. Cuando Sidney franqueó el rectángulo iluminado la música se interrumpió, cumplida ya la misión de atraerlo, y entonces oyó la voz juvenil y melodiosa que lo había interrogado por teléfono. "



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