La mujer Abbé (fragmento)Sylvain Maréchal
La mujer Abbé (fragmento)

"Tu carta me ha llegado dos días después de la fecha consignada. No podía soportar el retraso y la aguardaba afanosamente para comunicarte lo que tengo que anunciarte. Ayer por la mañana me presenté ante mi abuela a la hora del desayuno. En un principio no me reconoció, pero me arrojé a sus brazos, diciendo: “¿Cómo es posible? ¿No reconoce a la pequeña Ágata?”. Ante el sonido de mi voz, lágrimas de placer corrían por sus mejillas. Ella me dijo: “Eres una niña traviesa. Te quiero tanto. ¿Necesitabas venir de esta guisa para que continúe queriéndote tanto? Este hábito te da un aire pícaro que adoro.”
“Mi madrecita querida, ya que no te disgusta mi atuendo, ¿no crees que sufro llevándolo tan a menudo? Me encantaría poder servirme de un traje más cómodo, que me permitiera darle una mayor utilidad. Desearía probarme esa ropa y dar un largo paseo. Pensar que los nuevos meses me concederán otros vestidos.”
“Niña mía, consuélate, me abruma verte así.”
Así que con la rapidez de las aves fui a la iglesia de Saint Almont, y llegué en el preciso momento en que dejaba la sacristía para acudir al altar. Me ofrecí a servir en la misa. El monaguillo aceptó. Deberías haberme visto en Saint Almont. Oculté, bajo un aire compungido, la inmensa alegría que sentí.
Llegada a la capilla, cumplí con mi deber con la suficiente inteligencia. Tuve la precaución de estudiar de antemano cómo ayudar al sacerdote.
Sin embargo, me temblaba todo el cuerpo y sentía que mis rodillas desfallecían. En el momento dedicado al lavatorio, Saint Almont percibió mi confusión, al punto que el sacerdote me dijo: “Joven, esté más atenta”. Yo respondí, bajando la cabeza, que era la primera vez que servía en misa y que lo haría mejor en otra ocasión.
¡Zoe! Me sentía verdaderamente conturbada de verdadero placer. No sentía para nada que mi ánimo fuera sacrílego. No me burlaba de las cosas sagradas, simplemente estaba cerca de un hombre al que admiraba desinteresadamente. No había motivo para la culpa o el lamento, o para una sonrisa. ¿Podría ofender a Dios mi celo a la hora de ayudar a uno de sus ministros ante el Altar? Una mujer piadosa es un halago en Saint Almont. Mi alma estaba ahíta de la ternura y la candidez inocente de una niña. Estaba segura de que el sacerdote no sospechaba que yo era la joven de diecinueve años que se había presentado en el confesionario hacía unos días. Mis labios bendecían aquel instante. Al final de la misa, el celebrante bendijo a todos los feligreses y en ese instante me atrevía a alzar los ojos. Parecía una divinidad llena de dulzura y paciencia. Nunca me dijo muchas palabras, sus ojos en cambio eran muy expresivos. "



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