La casa del padre (fragmento)Justo Navarro
La casa del padre (fragmento)

"Ésa era la frase que repetía el cabo Carré, le dije a mi tío. Exactamente ésa era la frase que repetía el cabo Carré en la cabaña de Possad, le dije a mi tío. Le habían triturado la pierna al cabo Carré, algo le había triturado la pierna cuando salió de la cabaña para reparar el cable del teléfono: te arrastrabas por la nieve, palpabas el cable hasta que encontrabas la rotura, empalmabas el cable roto y algo te trituraba la pierna y te morías. Estábamos en la cabaña de Possad el sargento Leyva, el cabo Carré y yo, con una radio y un teléfono de campaña. Habíamos perdido el teléfono, no funcionaba el teléfono, se había roto el cable en algún sitio entre Possad y Otenskij: habíamos perdido la comunicación entre Possad y Otenskij y el puesto de mando de Shevelevo. Y ahora me tocaba a mí salir a buscar la rotura en el cable del teléfono, a mí, muerto de miedo y sueño porque toda la noche había durado el ruido de motor de moto de los aviones U-2 y los estallidos y las llamaradas de las bombas incendiarias que lanzaban los U-2. Me moría de sueño y el cabo Carré se moría de sueño y se desangraba por la pierna triturada, se moría, y el sargento Leyva abría mucho los ojos con dos bombas de mano colgándole del cuello y el blanco de los ojos se le escapaba de la cara negra: quería que yo saliera a buscar la rotura del cable del teléfono. Llevábamos cuarenta días sin lavarnos, sin quitarnos la ropa; nos enterrábamos en la ropa que les arrancábamos a los muertos, y jamás nos quitábamos la ropa que les arrancábamos a los muertos. Me había meado encima muchas veces y me había cagado encima varias veces. Teníamos la cara negra: ya no enseñábamos los colores del miedo, la gama del miedo, el blanco, el amarillo, el verde, el azul y el morado del miedo. Teníamos la cara negra. Nos caíamos de sueño. El cabo Carré se golpeaba la cabeza contra la pared de madera porque no quería dormirse: En cuanto me duerma me muero, decía. Y decía: Ya voy, ya voy, duermo un minuto y voy. Y el sargento Leyva, a tres metros de distancia, sentado junto al cabo Carré, me gritaba: Ahora te toca a ti, vamos, hijo de puta, a buscar el cable roto. Pero yo no podía moverme. Yo quería dormirme, se me pegaban los ojos, me dolía abrir los ojos. El ruido de los U-2 me daba sueño, las explosiones me retumbaban en la cabeza y me dejaban atontado, temblaba de pavor y frío: el temblor no me dejaba dormir. Y el cabo Carré decía: Ya voy, duermo un minuto y voy. Y el sargento Leyva gritaba: Vamos, fuera, a ver el cable, hijo de puta. Y yo no podía moverme, toda la ropa que llevaba encima se había hecho de hielo, dura, negra, un caparazón: no podía mover las piernas, ni los brazos, no me podía levantar. Era una humillación aquella ropa, los despojos de diez o doce muertos, rusos, españoles, alemanes. Entonces una llamarada entró por la ventana, y el cabo Carré gritó: Voy, voy, cuando duerma un minuto, voy. Y Leyva le tapó la boca. Calla, cabrón, calla, le decía. No le tapaba la boca: le golpeaba la boca con la mano abierta y enguantada, y las dos bombas de mano golpeaban el pecho del sargento Leyva como mazas de tambor. Y entonces pensé: Si le disparo a una de las dos bombas, ¿estallará? Y apunté. Creo que disparé: me dormí, desaparecí. Y mucho después desperté en el Hospital de Riga con la Cruz de Hierro de Segunda Clase.
Me había sentido tan solo mientras le contaba a mi tío cómo gané la Cruz de Hierro de Segunda Clase, que, cuando acabé de contarle lo que jamás le había contado a ninguno, no me extrañó descubrir que mi tío estaba dormido: hablar con mi tío había sido como hablar a solas mientras vibraban mis manos sobre el volante. Ni siquiera se despertó cuando toqué el claxon frente a la casa del Duque de Elvira, frente a las luces de la fiesta de cumpleaños: nadie salió al balcón, nadie abrió una ventana. Y no se despertó cuando frené frente a la cochera de la casa de la Gran Vía y la luz de los faros rebotaba contra la persiana metálica de la cochera y anegaba el coche: alumbraba la cara mineral, muerta, de mi tío dormido y despeinado, indefenso. Metí el coche en la cochera y, sin apagar el motor, para que funcionara la calefacción, eché la persiana metálica y me senté en el parachoques, entre los faros que estrellaban la luz contra la pared y de rebote iluminaban el interior del Ford: no veía mi sombra en la pared, y la cochera se llenaba del humo del tubo de escape y la cara de mi tío se volvía más mineral. La boca se le abría, roncaba, se asfixiaba. Costaba trabajo respirar en la cochera, con los gases del tubo de escape. Entonces me levanté del parachoques, apagué el motor del coche y ayudé a mi tío a bajar del coche y a subir los dos escalones de la puerta que daba al portal de la casa, y a subir las escaleras hasta el primer piso. Hacía frío en las escaleras, y mi tío pesaba como un muerto empapado de agua y tenía la bragueta abierta, dos botones desabrochados, y por la bragueta abierta le asomaba un pico de la camisa. Con los ojos cerrados dijo: Ya voy, en cuanto duerma un minuto, voy. Y abrió los ojos y me miró: me miraba como me figuro que miró el Duque de Elvira, antes de pegarle un tiro, al perdiguero que no sabía cazar. Lo senté en un escalón y pulsé el timbre de la casa, y la mancha rosa de Beatriz asomó detrás de la mirilla. Somos nosotros, dije. ¿Ya están aquí? ¿Ha pasado algo?, preguntó Beatriz mientras abría la puerta. Y respondí: ¿Me ha llamado el Duque de Elvira? Beatriz abrió la puerta y dijo: No, a usted no lo ha llamado nadie. Entonces deseé no morirme aquella noche, que el Duque de Elvira se muriera en mi lugar. "



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